Hambre de poder

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Hambre de poder.  (Estados Unidos, 2016). Dirección: John Lee Hancock. Guion: Robert D. Siegel. Intérpretes: Michael Keaton, Nick Offerman, John Carroll Lynch, Linda Cardellini, Laura Dern, Patrick Wilson y otros. Duración: 115 minutos.

      Una película construida sobre la historia real del impulsor de la famosa cadena de comidas rápidas McDonald’s, Ray Croc, verdadero arquetipo del self made man (el hombre que se forja a sí mismo), la sola presencia de ese hecho hacía suponer uno de esos un tema que el cine norteamericano ha expandido por el mundo tanto como los locales de hamburguesas de la firma mencionada. Ese aburrido tema del “sueño americano”, del hombre imbatible que se impone a todas las dificultades para triunfar –y de ese modo crea una nación floreciente-, con que Hollywood ha saturado al público del planeta. Un sonsonete que sido sustento ideológico del discurso de la derecha más recalcitrante de Estados Unidos y que se ha colado en la trama de decenas y decenas de películas, incluso de autores que no siempre comulgan en toda su extensión con esas ideas.

     En la primera media hora de la historia, esa sospecha parece confirmarse. La descripción de un cincuentón, que se viene desempeñando hace rato como viajante de comercio (en esos días vende un artefacto para hacer buenas malteadas a distintos negocios), tiene un objetivo obsesivo: quiere traspasar la mediocre frontera profesional por donde transita y transformarse en un empresario exitoso, muy exitoso de ser posible, porque su ambición es enorme. Y quiere el destino, porque su persistencia es tozuda, que en una de sus travesías por los estados de la nación del norte vendiendo esos artefactos un día se choca con dos hermanos que han instalado un convocante restaurante al paso, que despacha hamburguesas acompañadas con papas fritas y Coca Cola o malteada con la velocidad del rayo. Ellos son los auténticos creadores de la marca. Y él se da cuenta que ahí está la puerta que, de abrirse, lo llevará al triunfo.

     Y engatusa a los hermanos con la idea de que otorgar franquicias de la marca a otros locales en todo el territorio no solo los hará ganar más dinero –cosa que a ellos, según dicen, les  importa menos que mantener en alto la calidad del producto- sino, sobre todo, expandir el nombre de McDonald’s como un verdadero símbolo del ser americano, vaticino en el que el  codicioso empresario no se equivocó, como tampoco en que su irradiación por todas las latitudes lo haría multimillonario. Lo más interesante del acuerdo alcanzado con los hermanos –al que el film describe como demasiado ingenuos y tal vez lo fueron en relación al grado de astucia de su socio- no es cómo el personaje de Ray Croc logra articularlo después de convencerlos, sino cómo luego consigue deshacerlo y quedarse con todo el negocio.

      A partir de allí, la película comienza como un movimiento de torsión hacia sus pasajes más interesantes, porque Croc, como un individuo totalmente enamorado de su empuje y talento para  generar ganancias siderales y con ellas mucho poder, se irá abriendo interiormente a quienes lo rodean y exponiendo sin pudor su filosofía del mundo. Como si fuera una suerte de desatada y fanatizada Ayn Rand –la filósofa norteamericana que predicó en sus libros el egoísmo como virtud suprema de la humanidad- les da cátedra a todos sobre cómo hay que prosperar si prospera en un ambiente de competencia donde, como afirma, “las ratas se comen a las ratas”, sin piedad, como una mera e ineluctable necesidad de sobrevivencia que reconoce en el altruismo un mal peligroso para los hombres. De ese modo, echa de un plumazo a sus viejos socios con un pago de dos millones y medio de dólares por la compra de la firma convertida ya por él en una corporación, cifra irrisoria comparada con la cantidad que les ofrece, solo de palabra, como porcentaje anual de la rentabilidad que logre y nunca les paga. También en algún momento les prohíbe usar el nombre a los propios hermanos en su restaurante al paso. Una dulzura de amigo y de socio.

      Este medio tramo final del largometraje de John Lee Hancock es el más atractivo porque muestra hasta la médula cuál es la cruel verdad del capitalismo como sistema, en especial el que a partir de Reagan y Thatcher se denominó como neoliberalismo. Y como el personaje central –que encuentra en el actor Michael Keaton a un muy adecuado intérprete- despeja el camino de cualquier obstáculo que le impida su marcha, se trate de su mujer, sus socios o quien sea. Porque el sistema para realizarse necesita de hombres de esa naturaleza.

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