La cordillera

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La cordillera. (Argentina/Francia/España, 2017). Dirección: Santiago Mitre. Guion: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Fotografía: Javier Juliá. Música: Alberto Iglesias. Montaje: Nicolás Goldbart. Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Gerardo Romano, Érica Rivas, Christian Slater, Daniel Giménez-Cacho, Elena Anaya, Alfredo Castro y otros. Duración: 115 minutos.

El tercer largometraje de Santiago Mitre, realizado en coproducción con España y Francia a un costo de unos seis millones de dólares, pintaba como una posibilidad bastante al alcance de la mano de que este director argentino subiera un escalón más en la ascendente carrera que inició con El estudiante (2011), su ópera prima, y La patota (2015), que la siguió después, ambas con un decidido reconocimiento en la crítica. No solo porque La Cordillera le permitía moverse en el marco de una importante producción, sino también debido a que la expectativa de un producto sólido se reforzaba por el armado de un elenco de excelentes actores, en el que, como plus, la sola presencia de Ricardo Darín ya era garantía de calidad y de convocatoria masiva de público. No por nada, la Warnes Bros se aseguró la distribución de la película en todos los países. Hay que decir, sin embargo, que a pesar de ser un film rodado con rigor profesional en todos los aspectos técnicos e interpretativos, la historia en un momento derrapa por efecto de una extraña e innecesaria derivación hacia lo diabólico que se le imprime y que desnaturaliza la buena realización que venía sosteniendo como thriller político.

       El protagonista de esta película es Hernán Blanco (Ricardo Darín), que ha ganado hace poco tiempo la presidencia en la Argentina, luego de haber sido antes intendente de Santa Rosa, La Pampa. Es un hombre de modales campechanos, pero sin mucha experiencia, sobre todo en las grandes lides nacionales e internacionales. Los ojos de la sociedad local y de otros países comienzan a depositarse sobre su comportamiento. La película comienza cuando Blanco debe viajar al otro lado de la cordillera, a Santiago de Chile, a una conferencia internacional de naciones de América Latina para sellar una alianza continental ligada a la industria petrolera. Cada nación tiene una posición tomada respecto. Y existen diferencias entre ellas e incluso dentro de las propias delegaciones de cada país. Brasil, que tiene un presidente muy carismático, aspira a liderar la entente y tiene en México a su opositor más acérrimo. En la Argentina, el primer ministro Mariano Castex (Gerardo Romano) apoya a Brasil, mientras el ministro de Relaciones Exteriores (Héctor Díaz) se inclina por México. El presidente Blanco observa la situación para ver qué postura adopta. En un momento de la conferencia llega al lugar un representante del presidente de los Estados Unidos para tener una reunión ultra secreta con él. Y le ofrece varios millones de dólares para que, adoptando una posición en apariencia equidistante de los dos polos enfrentados, respalde una tercera posición que, en definitiva, terminará favoreciendo los intereses de Washington.

       La película revela, en este aspecto, las miserias de la política en su relación con el poder, un tema que, por si fuera necesario recalcarlo, la mayor parte de la gente conoce. Ese fenómeno ha sido ventilado y explotado por la filmografía mundial y las series televisivas (House of Cards tal vez sea el caso más emblemático) casi hasta la saturación. Desde este ángulo, no hay huecos ni resquicios en esta película ni en muchas otras por donde esa actividad –tan esencial para la vida de los pueblos, claro que despojada de los vicios que todos conocen y sometida al mayor de los controles democráticos posibles- pueda salvarse. En muchas etapas de la historia tanto argentina como internacional ha habido políticos honestos y dedicados por entero a fomentar el bien de sus pueblos. ¿Por qué no podría haberlos hoy también? ¿Quién dice que no los hay? Pero más allá de esta reflexión que es de carácter más filosófico que estético, es posible pensar que la idea de que sin una vuelta de tuerca de cierto espesor la película no pasaría de ser un simple y repetido thriller político, llevó al director y su colaborador en el guion (Mariano Llinás) a introducir un tema casi sobrenatural en la peripecia. Y eso es la aparición de una hija del presidente que, afectada por algunos problemas psíquicos, comienza a imaginar extraños hechos que, al parecer, no han sucedido y a achacarle otros a su padre que lo dejan muy mal parado (en el medio de ese clima hay una dura denuncia por corrupción que le hace a Blanco su ex yerno, o sea el ex marido de su hija, Marina (Dolores Fonzi). Ese sendero, junto con una poco convencional entrevista que concede el presidente a una periodista española donde confiesa que ha soñado en su niñez con el diablo y todavía le ocurre, le da al film un misterioso giro, que sin llegar a los extremos de El exorcista ni de otros títulos del género, desbalancea la historia y le da un toque fuera de registro. Todo eso sin dejar de reconocer que el trabajo del elenco (todos los nombrados y también Érica Rivas, el mexicano Daniel Giménez-Cacho y otros) está en un nivel muy aceptable. 

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