La paz perpetua

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La paz perpetua. Autor: Juan Mayorga. Director: Guillermo Heras. Directora adjunta: Natacha Delgado. Elenco: Francisco Donovan, Mariano Mendietta, Gustavo Pardi, Julian Pucheta y Carlos Sims. Espacio escenográfico e iluminación: Guillermo Heras. Ayudante de vestuario: Ariel Nesterczuk. Los martes a las 20 horas, en el teatro Andamio 90, Paraná 660 (CABA).
 

Tal vez uno de los mayores textos que haya escrito en su prolífica trayectoria de dramaturgo, La paz perpetua ubica al español Juan Mayorga en un punto de equilibrio casi ideal entre esa calidad literaria y filosófica que suelen tener sus historias y la bondad de haber logrado desde lo estrictamente teatral un resultado a la misma altura. A pesar de ser una pieza de 2006, los 13 años que han pasado desde su estreno no han mermado ninguno de sus valores, que siguen intactos. El nombre de la obra copia el mismo título de un famoso texto del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), donde el pensador se pregunta por aquellos años si habrá paz entre los pueblos. El autor de Crítica de la razón pura era optimista al respecto y decía que los hombres llegarían a la paz solo por puro egoísmo, para no devorarse entre ellos. Eso los conduciría a sellar acuerdos cada vez más amplios, que sentarían un principio de hospitalidad universal que favorecería a todos. Y que eso haría desaparecer las fronteras y conseguir que ningún hombre en la tierra se sintiera extranjero.
     
No hay más que mirar el mundo actual para ver que el planteo de Kant no se cumplió. En principio, porque las guerras siguen en el planeta. No tienen la extensión que tuvieron la primera y segunda conflagración mundial, pero las agresiones que cometen distintos países poderosos contra los más débiles siguen en pie y alcanza diversos sectores del globo. El egoísmo, lejos de servir con incentivo a los hombres para alcanzar la paz, ha hecho más ávidos de riqueza a las naciones con poder militar, en especial Estados Unidos y sus aliados, para que se lancen a continuas aventuras armadas que cuestan la vida de millones de personas, el hambre de muchas de las que se salvan y la emigración de masas enteras de poblaciones hacia otras geografías para sobrevivir. Al contrario de lo que pensaba Kant, son centenares de miles y miles de hombres y mujeres que se sienten hoy extranjeros en este presente internacional, porque, lejos de ser acogidos, son maltratados, rechazados, expulsados y discriminados.
     
Es más: la idea de la paz universal en un mundo que no ha logrado establecer la justicia real distribuyendo mejor sus bienes en casi ninguna de sus latitudes, parecería ser la que proponen aquellos que para asegurarla sueñan primero con destruir a todos los que, presuntamente, conspiran contra ella. ¿Quiénes son? Todos los que no comparten el pensamiento de los dominadores, que no se someten a ellos o tienen un pensamiento diferente. En neoliberalismo ha sembrado el planeta de hambre y cada vez se mueren más personas por falta de alimentos, a pesar de la abundancia de ellos que se produce en todos lados. Todas esas masas de hambrientos y de rebeldes que se niegan a someterse, son enemigos -según la ideología de muchas de esas potencias- y por lo tanto, deben ser eliminados para alcanzar la “verdadera” paz, que, obviamente, es la de los cementerios para esos millones de seres, la de la extinción y el olvido de parte de los otros, los que sobrevivirán.
   
Con mucha mayor sutileza y profundidad que estas palabras, todo el texto de Mayorga se introduce en esta problemática y la hace refulgir en la cabeza del espectador para que piense y reflexione sobre sus oscuros aspectos, sobre estremecedora perspectiva de un futuro en el que una paz de esa naturaleza -si fuera factible implantarla y consolidarla- reinara. ¿Cómo lo hace? A través de una fábula de animales. Tres perros, a los que han convocado otro perro y un hombre, son sometidos a tres pruebas con la finalidad de que el ganador de ellos se quede con un codiciado collar blanco (el K9), que lo transformará en un guardián especial de los cuerpos de seguridad de sus amos. Son perros especialmente seleccionados. Uno de ellos es Odín (un rottweiler impuro, desconfiado y ávido de ganar), el otro John-John (una cruza de distintas razas, entre ellas bóxer, rottweiler, dogo y pit-bull, también agresivo y deseoso de quedarse con el collar) y el tercero Emmanuel (un pastor alemán, más bien dado a filosofía, que, más que ganar, desea sobrevivir, porque es incierto el destino de los que pierdan en esa competencia. El perro que acompaña al humano, Casius, es un viejo labrador tuerto y golpeado, que en otra época fue ejemplo para los perros cancerberos. 
     
Los perros, como en una copia de los hábitos de la sociedad humana, repiten sus mismas estrategias en la lucha por sobrevivir: en alguno es la inteligencia y la astucia lo que les permite moverse con fortuna, en otros la fuerza. Con mucha lucidez e ironía, Mayorga construye un diálogo pleno de transparencia y significado, pero a la vez sustancioso y entretenido. En el papel de los perros, se lucen mucho los cuatro actores que asumen su caracterización, en especial los tres que deben encarnar a los animales sometidos a las pruebas. Sus trabajos están llenos de matices que revelan los distintos sentimientos por los que atraviesan y que los pone en situación de tensión y enfrentamiento. Guillermo Heras, a esta altura un verdadero especialista en Mayorga, ha optado, con acierto, por una puesta despojada, que ayuda a resaltar la riqueza metafórica del texto y la arquitectura de las actuaciones. Y ha dirigido con mano segura a los intérpretes, abriéndoles abre la puerta a un gran lucimiento. Esta es la octava puesta que el director español hace de una pieza de Mayorga, algunas de las cuales montó en Buenos Aires por fortuna. 
                                                                                                                                           A.C.

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