Entrevista a Juan Carlos Distéfano

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De regreso ya de Venecia, donde el 9 de mayo inauguró con sus obras el pabellón argentino de la prestigiosa Bienal de Arte de esa ciudad, el escultor Juan Carlos Distéfano conversó en su taller de la Boca con Revista Cabal. Habló de algunas de sus obras expuestas allí y de varios de los artistas plásticos argentinos a los que homenajeó y admira. Todo con esa enorme sensibilidad que lo caracteriza y que su obra expresa de manera rotunda.

Un recorrido por la obra del escultor argentino Juan Carlos Distéfano – y por fortuna, para quienes no han asistido a sus exposiciones, eso es hoy posible gracias a un libro publicado en estos días por editorial Capital Intelectual con la reproducción de la casi totalidad de sus trabajos- constituye una experiencia que ningún ciudadano atento a las vicisitudes del arte y la vida social  debería negarse. Aquí y en cualquier lugar del mundo. Y hablamos del mundo, porque, de hecho, la obra de este creador –o, con más precisión, una muestra muy significativa de ella- representa desde el 9 de mayo pasado a la Argentina en la quincuagésima Bienal de Arte de Venecia, que como se sabe se prolonga hasta el 22 de noviembre próximo y es en el ámbito internacional la más importante en su tipo. Los elogios recibidos allí, más los que lo han precedido a lo largo de estas últimas décadas, son la mejor prueba de que esa universalidad de su talento tiene receptores en todos lados susceptibles de admirarse con su universo plástico y poético.


      La exposición, compuesta por 23 piezas, se denomina Juan Carlos Distéfano: la rebeldía de la forma e incluye trabajos tan conmovedores como Figura acostada o Procedimiento, Telaraña, Ícaro, En diagonal, Kinderspelen, Portadora de la palabra, La Urpila en Buenos Aires, Acción directa o Emma traviesa, entre otros. La visión de cualquiera de estas esculturas provoca una iluminación tan potente de algunas realidades que laceran a la sociedad actual, en este caso la argentina, que es imposible no estremecerse ante su verdad y volver a pensar en la esencial fragilidad sobre la que se apoya la vida de tantos seres humanos y el sentimiento de indiferencia que ante ese drama experimentan tantos de sus semejantes, no todos es cierto. Los materiales procesados por la mano maestra de nuestro artista captan justamente esa fragilidad y el dolor que la rodea y resalta con una intensidad tal que el contacto con esas figuraciones difícilmente no golpee el corazón del que las vio.


      La técnica de Distéfano en su especialidad, como dice el crítico José Emilio Burucúa en uno de los prólogos del catálogo hecho para la Bienal, “ha alcanzado un grado de destreza o virtuosismo que pocos artistas alcanzaron respecto de sus materiales y sus procedimientos de trabajo”. Ese prólogo, precisamente, es muy ilustrador respecto a la mecánica de trabajo del creador y de los significados de su obra. Pero no es esa destreza, que realmente existe, el rasgo más rico y sugerente de su labor, sino la exuberante pasión que vuelca en sus encarnaciones, la extremada sensibilidad que transmite a la materia para expresar, a través de las formas que alcanza, lo que conmueve primero a su espíritu. Conmoción inicial que se convierte enseguida, y mediante la exploración plástica, en una suerte de hermandad solidaria con sus criaturas, en un grito de desgarro por su sufrimiento o desamparo, pero al mismo tiempo de reivindicación de sus existencias.


       No hay más que fijarse con detalle en la ternura que transmite La Urpila en Buenos Aires, la desazón que suscitan los niños sometidos a la droga o la violencia en Kinderspelen o el espanto que provoca la figura de la muerte abrazando y violando a Emma traviesa, por citar solo tres ejemplos, para comprobar que Distéfano sufre y vibra con sus personajes, se hunde hasta lo más profundo de su tragedia y compromete su sangre para sacarlos de las tinieblas y mostrar, en el contraste entre la luz y la belleza de su realización y el horror de lo plasmado, lo que son en este valle de lágrimas del capitalismo cruel y, por evocación y contraste, lo que podrían haber sido en manos de una sociedad más humana. Gracias a esta sensibilidad por los ofendidos y humillados de esta tierra, que tiene una honda y fértil tradición en la plástica argentina, y por la impresionante envergadura y calidad de su obra, Distéfano ha entrado ya en el Olimpo de los grandes pintores y escultores nacionales de todos los tiempos.


Revista Cabal conversó con Distéfano en su taller de la Boca, una suerte de mirador en un primer piso de muchas de las realidades que sus ojos captan y sus manos luego plasman en las ondulaciones, los ritmos o volúmenes que imprime a sus materiales de arcilla o poliéster. Juan Carlos, como lo fueron también muchos otros importantes artistas de este país, es un verdadero trabajador del arte. Alejado de los círculos áulicos y del mundanal ruido, salvo del que le traen las calles de ese barrio donde todavía se nota la pobreza de su gente, acude con constancia cotidiana a su taller para renovar ese ritual imprescindible de explorar en sus fantasías y pulsiones creativas y darles la forma que sueña. Y disfruta de cada uno de los momentos de su labor consciente de que son ellos, mucho más que los efímeros instantes del éxito, los que le aseguran la plenitud más duradera.
    Desde luego, eso no le ha impedido sentirse feliz con lo que le pasó en la Bienal de Venecia y con lo que significa, como reconocimiento de su obra, haber sido elegido para representar a la Argentina allí en esta edición 2015. Está contento con que sus piezas se exhiban en ese lugar y también por el hecho de que la Argentina tenga un pabellón propio y haya salido de la condición de “país nómade”, gracias a la firma de un comodato por 20 años de un edificio de 1570, una antigua sala de los arsenales donde los barcos que viajaban al Oriente guardaban sus atalajes, ahora totalmente refaccionado. Destaca esto, subraya la emoción que sintió en la inauguración junto a su mujer, la escritora Griselda Gambaro, y también el hecho de haber vuelto a ver esa ciudad a la que lo ligan tantos recuerdos. En 1969, como resultado de haber recibido una beca de la embajada de Italia y el Fondo Nacional de Arte, vivió un año en Roma con su familia y recorrió mucho ese país. Conoce como pocos el arte pictórico italiano, como también el romántico catalán al que frecuentó durante su exilio en Barcelona a finales de los setenta y principios de los ochenta.


       Según Burucúa, la torsión entre oferente y dolida de la Emma traviesa evoca a Luca de Signorelli, un pintor del cuatrocento italiano (de la Escuela de Umbría) y uno de los artistas preferidos de Distéfano de esa época. La escultura mencionada, la única que realmente no se conocía aun de las que se expusieron de nuestro artista en el pabellón argentino, fue hecha en homenaje a Lino Enea Spilimbergo (1896-1964) e inspiradas en sus magníficas monocopias de la Breve Vida de Emma, realizadas entre 1935 y 1936. Juan Carlos nos muestra, en el taller de la Boca, el catálogo de la Bienal y señala el boceto de esa obra y distintos detalles de ella, entre ellos los avisos de los diarios sobre oferta sexual (el famoso rubro 59) pegados sobre el cuerpo de la muerte y Emma apoyada sobre una plataforma en que se ve el Traite de la figure (Tratado de la figura), de Andre Luote.
    “Luote –comenta- fue el maestro por excelencia en Francia. Lo fue de muchos pintores, entre otros, de Spilimbergo. Era un hombre que salió del cubismo y puso una escuela donde enseñaba a ver, a través de la historia del arte, qué es lo que pasaba con la pintura, con el dibujo, con la representación de la realidad. Ponía una línea inerte, como informe, y decía que lo que había que dar era una respuesta a la naturaleza. Consideraba a la naturaleza como una especie de diccionario donde estaban todas las formas y todos los signos, pero decía que no se podía hacer un poema con todas las palabras, sino que había que elegir. Y entonces, para elegir, uno tenía que geometrizar. Y de esa manera lo que era una curva un poco inerte, temblorosa, el artista la hacía neta e iba escribiendo de esa manera. El signo es como una letra con la que se escribe el poema, que en este caso es la pintura. Y la naturaleza el diccionario. Pero se comienza a hacer arte cuando el creador se separa de la naturaleza, realiza una interpretación de ella. Eso es lo que decía Luote. Sin duda, a través de esas enseñanzas, Lino recibió la influencia de pintores como Signorelli y de Giovanni Bellini y de toda la familia de éste,”


      Además de Splilimbergo, ha habido otros artistas argentinos a quienes Distéfano ha homenajeado en algunas de sus últimas obras, expresando el cariño y la identificación que siente hacia ellos. Autores como el santiagueño Ramón Gómez Cornet (1898-1964), el italo-argentino Víctor Cúnsolo (1898-1937) y Fortunato Lacámera (1887-1951), los dos últimos autores de varios cuadros relacionados con el barrio de La Boca. Le preguntamos que le gusta de ellos y contesta: “Lo que me impresiona, y eso se nota de entrada, es el enorme amor que sienten por el arte y segundo que todo lo que hacen es verdadero, no hay ninguna chantada. No hay ningún deseo de ser original, lo de ellos es volcarse simplemente a esa pasión. Pensá que Lacámera era un pintor de paredes, el tipo vivía de eso. Y, en el tiempo libre, pintaba cuadros y lo hacía maravillosamente. Ninguno estaba preocupado por la venta sino por el amor a la pintura. Y tenían un fervor increíble. Todos ellos eran anarquistas o socialistas, con una gran inquietud por lo social, pero lo que hacían no era una propaganda por el socialismo, sino que tenían la libertad de hacer lo que sentían. Lacámera podía pintar una manzana y ésta no era la manzana del verdulero, sino un milagro que casualmente se parecía a una manzana. Pero eso no es fácil. Cuando la gente ve un cuadro tanto de Lacámera como de Paul Cézanne (1839-1906) o de Giorgio Morandi (1890-1936) hay siempre algo distinto. En Cézanne se pueden ver  manzanas, en Morandi botellas o en Lacámera una esfera, pero eso no es la pintura. La pintura es lo que está detrás de eso, el milagro que sucede más atrás, en la luz, en el color, en la ubicación, en la forma, en el cómo. En el amor que ponen por esa escritura, en la elaboración de esa metáfora que de alguna manera construyen.”


Le consultamos si los maestros actuales difunden a las figuras del pasado. “Desconozco que sucede ahora –responde-, como es la enseñanza. Supongo que depende del maestro. Cuando yo estudiaba, aunque era raro, algunos maestros como Luis Barragán (1914-2009) o Aurelio Macchi (1916-1964), me hablaban a veces de las cosas de acá, pero la referencia era más a Europa. Se podía hablar de Giorgio de Chirico (1988-1978) o de Carlo Carrá (1881-1966), pero no iban a hablar de Cúnsolo. Quizás para ellos constituían personajes demasiados cercanos para mencionarlos y más bien trataban de no parecerse para nada a ellos. Y esos pintores eran maravillosos. Cuando yo estudiaba tenía como maestro a Alfredo Gramajo Gutiérrez (1893-1961). Y recuerdo que nosotros nos burlábamos mucho de él porque en realidad no enseñaba mucho sino que miraba lo que  hacíamos en los papeles con la carbonilla, copiando esas cosas horribles que nos ponían delante como modelos de yeso, y nos decía, creo que indefectiblemente a todos, y con mucha bondad y pachorra: ‘Y bueno, déjelo como cosa’. Era muy decepcionante y nosotros nos burlábamos, pero hace bastante tiempo que me he dado cuenta de que Gramajo Gutiérrez es uno de los grandes pintores de Argentina. Hace años que dejé esa pedantería de pensar que yo era el moderno y él el antiguo. Entre las distintas corrientes y generaciones había como una pica y  se negaban. En la Escuela Industrial tengo muy presente que si alguien hablaba de Miguel Carlos Victorica (1889-1970), aún pintores grandes como Barragán, decían: “Bueno, todavía están con eso”. Y Victorica es un grande y Barragán también. Trataban de negar lo que les antecedía para crecer ellos, que eran los hijos de esos a quienes criticaban.” A Cúnsulo, Distéfano lo homenajeó en El chico de La Boca.


    Otro de los homenajes de Distéfano fue a Gómez Cornet, de quien toma su conocida pintura de La Urpila (ese es el nombre de la paloma torcaza) y la traslada a Buenos Aires. “Siempre me pareció maravilloso el cuadro de esa niña hecho por Gómez Cornet, de una inmensa ternura. Y para  volcarla a mi escultura la imaginé aquí, como una cartonera que lleva en su bagaje el obelisco. Gómez Cornet fue un extraordinario pintor, que está a la altura de Carrá. Pero ni siquiera tiene un libro con su obra completa, como tantos otros artistas nuestros. Cuando volvió de París a Buenos Aires era un cubista y muy bueno, pero aquí los críticos se rieron de él. Y eso hizo que destruyera muchas obras de esa época. Por suerte, algunas quedan, en La Plata, por ejemplo. Y entonces regresó a su provincia, Santiago del Estero, y pintó su aldea. Y quedó como un pintor modernista y no tiene nada que ver. Es un pintor de la recontramodernidad.” Sobre el hecho de que hay poca difusión del gran patrimonio de autores plásticos en la Argentina, Distéfano afirma: “Se tendrían que hacer exposiciones itinerantes. De pronto, no conocemos cosas que se hacen en las provincias que son de gran valor. Tendría que haber muestras rotativas, de lo contrario se concentra todo en la Capital; intercambios entre los museos provinciales y los nacionales. Como pasa en Italia. En el reciente viaje a Venecia fui a ver los cuadros de Carpaccio y ya no estaban. Los habían trasladado completos a las provincias. Lo mismo me pasó con La Piedad, de Cosme Tura, que no estaba, se había ido de gira. En Italia se hacen exposiciones móviles, temáticas o de determinados artistas. En otro viaje vi una muestra de Bellini en Roma que era acojonante. Son giras costosas, con obras delicadas y que requieren seguro, pero no es imposible trasladarlas, no es tanto el dinero que exige moverlas.”


Interrogado sobre qué es lo que vale en una obra de arte, responde: “Es aquello que despierta algo en el espíritu del espectador y lo hace reflexionar. No es lo que representa o el cuento que te relata, sino lo que provoca en el que ve un cuadro, por ejemplo, esa forma que plasma el artista, que no debe ser estúpida sino muy expresiva. Si uno agarra el cuadro de Van Gogh donde un viejo se agarra la cabeza con las manos, lo expresivo de esa pintura es el cómo. Porque si tomo un pedacito de la tela, donde no se ve lo que representa, es tan importante como el viejo tomándose la cabeza. Siempre pongo el mismo ejemplo: cuando veo un rosal digo la rosa. Bueno está muy bien. Y Rilke: ¿qué decía? Cito de memoria, acaso mal: “Oh, rosa, profunda contradicción, ser la mirada de nadie debajo de tantos párpados”. Carajo, al fin veo la rosa. ¿No es extraordinario? Como cuando uno ve un girasol en el campo y dice: Van Gogh. Es él quien nos hizo ver el girasol. Los girasoles serán por la eternidad de Van Gogh. Él los nombra, como lo hace el poeta. A lo mejor algunos artistas plásticos puedan hacer eso.”
            Distéfano está entre quienes pueden hacerlo.
                                                                                                                  A.C.