Bajo distinto techo

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Las parejas consolidadas que viven en casas separadas resultan cada vez más frecuentes: una alternativa válida para mantener los propios espacios y alejar los roces de la convivencia.

¿Una pareja tiene sí o sí que vivir en la misma casa? Para muchos la convivencia es -o ha sido- parte esencial del compromiso conyugal, y sin embargo así como las formas de unión tradicionales vienen desde hace tiempo resquebrajándose, también ciertas prácticas asociadas con el amor mutan y se resignifican a la par que se transforman la sociedad, la moral y la cultura.

No hablamos de post-adolescentes que retrasan la convivencia en pareja por una cuestión económica, tampoco de aquellos jóvenes adultos que, aun exitosos laboralmente, todavía no han dado “el paso”. Nos referimos a aquellas personas que si bien constituyen relaciones estables, así y todo deciden mantener distintos domicilios. Los motivos -que desde luego pueden ser de lo más diversos- suelen vincularse con un deseo de independencia y con el hecho de mantener para sí ciertas actividades y espacios, a lo que se suma que en principio ya no habrá que discutir por las tareas domésticas, el pago de los servicios o el uso del baño.

Claro que las parejas “LAT” (así pueden denominarse por el acrónimo en inglés de Living Apart Together), también tienen sus reglas. “Existe cierto afán de mantener el noviazgo y volver a elegirse que puede resultar positivo”, señala Beatriz Goldberg, psicóloga y autora de varios libros sobre relaciones entre los que se cuentan Quiero estar bien en pareja y Tuyos, míos, nuestros, en los que entre otras cosas explora las posibilidades que ofrecen las relaciones sin convivencia. “Lo que resulta fundamental es que esta modalidad parta de un acuerdo consensuado -sostiene-, y no que uno de los dos acceda pero al mismo tiempo piense ‘pronto lo convenzo’, o solo lo haga porque no le queda otra opción”. También marca la experta que es importante mantener espacios juntos -como escapadas, viajes, proyectos propios- y que más allá de los pactos, la pareja pueda darse la oportunidad de improvisar.

Por ahora este modo de vincularse se circunscribe principalmente a dos grupos: uno, el de los separados con hijos chicos que prefieren “no mezclar” por el impacto que la convivencia podría provocar en la vida de las respectivas familias (incluido el hecho de procurarse una vivienda de grandes dimensiones); y dos, el de los viudos y divorciados de cincuenta o más años que ya han tenido sus experiencias de cohabitación y tras ello eligen empezar a relacionarse desde otro lugar, preservando por ejemplo sus espacios para compartir con sus hijos y nietos.

Muchos creen que el número de personas viviendo de esta forma irá en aumento, lo que no puede entenderse separadamente de la crisis del patrón monogámico heterosexual matrimonial que ha regido las relaciones conyugales durante los últimos siglos y que entre otras cuestiones presupone que las parejas se constituyen de un hombre y una mujer y duran toda la vida.

Hoy el feminismo, la anticoncepción, el activismo LGTB y la pasmosa facilidad para “conocer otras personas” han venido a socavar esos supuestos, a la vez que plantean una catarata de preguntas: ¿qué cantidad de las personas en pareja lo están porque realmente lo desean? ¿Es único el amor, o puede ser múltiple? ¿Dónde está escrito que dos personas que se quieren tienen necesariamente que vivir juntas?

Goldberg relativiza el hecho de que la convivencia signifique de por sí un compromiso de mayor calidad. “Muchas parejas comienzan a convivir por una cuestión económica, porque a uno se le termina el contrato de alquiler o porque el otro se quedó sin trabajo. En ocasiones, incluso con hijos, deciden irse a vivir juntos sin siquiera pautar quién va a pagar el supermercado”, advierte y señala también que el individualismo no es patrimonio de las parejas “LAT”: “Hay personas que viven bajo el mismo techo y cada quien está en la suya”.

Habrá que ver cómo se administran en el futuro las necesidades de soledad y sociabilidad. Tal vez, exceptuando el tiempo de crianza de los hijos, la mayoría de las viviendas sean unipersonales. O quizás, en cambio, avancemos hacia nuevas formas comunitarias de relacionamiento.

Pensadores como el sociólogo polaco Zygmunt Bauman describen al amor actual como producto de un individualismo exacerbado y aseguran que los vínculos tienden a ser cada vez más fugaces, superficiales y carentes de compromiso, “conexiones” más que relaciones. Pero el mismo fenómeno podría observarse también con otra luz, o un cristal esperanzador, y así el hecho de que se relajen ciertas estructuras que en el pasado se consideraban inalterables puede abrirnos la puerta a remover un poco las ideas, desestabilizar significados y examinar si no será que estamos demasiado formateados acerca de todo aquello que respecto del amor debemos pensar, sentir y hacer.