Escrito con sangre

Actualidad

El tratamiento de los casos policiales en la prensa gráfica y la televisión. El montaje que se arma exacerbar la noticia.

Si hay cadáver, hay noticia, y ningún tema puede aparecer en la tapa del diario si no incluye un hecho de violencia. La frase fue acuñada por un director del diario Crónica, y lo que tiene de significativo, más allá del criterio editorial que plantea, es su área de influencia: lejos de definir un estilo acotado a la prensa amarilla, esas ideas han impregnado como una espesa mancha de aceite al conjunto de la crónica policial, y en particular a la llamada prensa seria. Si hasta hace unos años la información sobre los delitos y los delincuentes rara vez salía de las páginas interiores, ahora es una presencia infalible en las portadas y en lo que los medios presentan como temas del día.
La repercusión de algunos hechos y, en especial, de sus coberturas periodísticas pone en cuestión el modo en que se relatan las noticias policiales. Miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como Eugenio Zaffaroni y Carmen Argibay, han acusado a los medios de distorsionar el problema de la seguridad. Desde esa perspectiva, la prensa se ocupa de delitos que no son estadísticamente significativos; pero sin hacer de abogado del diablo cabe reconocer que los delitos más comunes (el hurto simple en vehículos, por ejemplo) son irrelevantes en términos periodísticos.
«El índice delictivo en Argentina es más bajo que en otros países. El interés de los medios recae en aquellos delitos que afectan a la persona y a la propiedad y que ofrecen ciertos condimentos para la narrativización y la entrega serial», dice Lila Luchessi, investigadora y especialista en medios. Uno de los periodistas entrevistados en su libro Los que hacen la noticia. Periodismo, información y poder (en coautoría con Stella Martini) condensa esos ingredientes en una receta simple: sangre y semen. El porcentaje de sexo y violencia de los episodios define con frecuencia qué es una noticia.
Desde la propia práctica, el periodista Rodolfo Palacios observa precisamente la imposición de esas nuevas formas. «La irrupción de los canales de noticias y de los medios informáticos produjo una transformación significativa. Si antes un secuestro llegaba a la sociedad sólo a través del relato de los medios gráficos, ahora la gente puede seguir el caso minuto a minuto a través de las redes sociales, de los móviles permanentes de la tevé y hasta de programas de chimentos», dice. La crónica, entonces, «se vuelve un entretenimiento: un show del horror, un melodrama o un reality de bajo costo».
No es sólo el problema de cómo se cuenta el cuento. Lo que se llama edición, en los medios, no se reduce al modo en que se construye y se presenta un texto o un relato visual. También aparece en el recorte que los editores hacen sobre el tipo de notas y el tipo de personajes que les interesa abordar. En aquello que eligen narrar entre el conjunto de acontecimientos que se producen cada día: en el sumario de sus agendas. «En general las historias están protagonizadas por personas que pertenecen a los sectores más bajos de la sociedad y a las que se estigmatiza por pertenecer a esos sectores. Son relatos que naturalizan la idea de que los sectores populares son peligrosos. Los medios construyen muros narrativos entre los potenciales delincuentes y, como decía Blumberg, la “gente decente”», agrega Luchessi.

 

Relato modelo

El crimen de Candela Rodríguez, la nena de 11 años que apareció muerta en un descampado de Villa Tesei, volvió a detonar la cuestión sobre el modo en que el periodismo relata los hechos policiales. «Es un punto de inflexión, pero la discusión sobre lo correcto o incorrecto de la cobertura del caso pasa por algo más grave. Más allá de esa enorme romería que se montó en torno a la casa de Candela y de que esa horda periodística actuó como si estuviera frente a una toma de rehenes, hay que tener en cuenta que el periodismo fue parte de la estrategia policial», dice el periodista Ricardo Ragendorfer.

Autor de La bonaerense. Historia criminal de la policía de la provincia de Buenos Aires (1997) y con vasta experiencia en gráfica, radio y televisión, Ragendorfer observa que «lejos de ser el actor que describe una situación, en el caso Candela el periodismo se convirtió en parte de esa situación, y en una parte bastante penosa: en vez de moverse de manera independiente fue llenando espacios con las migajas que le tiraban las fuentes policiales». La negligencia denuncia una práctica: «Pienso que fue por estupidez y por comodidad, pero de todas maneras marca una manera de hacer periodismo».
Para Luchessi, la cobertura del crimen de Candela reiteró un modelo de relato ya afianzado. «No hubo un cuidado respecto del peligro de vida que tenía la chiquita, ni de parte de los medios ni de parte de la familia –dice–. Lo novedoso fue cómo esos relatos naturalizaban cuestiones que no son naturales y que circularon sin que a nadie se le moviera un pelo. Por ejemplo, la idea de que una nena de 11 años puede tener una vida sexual activa y definida y que es natural que la abusen».
Ragendorfer cuestiona la complicidad de los relatos mediáticos con las versiones policiales. Parece difícil diferenciar la mirada de unos y otros: «El periodismo interviene superficialmente, soslayando las mismas cosas que trata de soslayar la policía. Una vez que se encuentra el cadáver, lejos de profundizar los interrogantes, sigue siendo funcional a la estrategia policial, que tiene que ver con el armado de una causa y de una historia en la cual se oculta el móvil verdadero». El giro de la investigación de la muerte de Candela confirmaría esos reacomodamientos: «Siempre que se trata de construir la culpabilidad de una persona o de un grupo en base a pruebas insustentables se convoca a tipos como el abogado (Fernando) Burlando. La operatoria para resolver el caso es casi de manual y la obediencia y la sumisión del grueso del periodismo frente a esta construcción es bastante notable».
Pero los lectores y las audiencias no son sujetos pasivos sobre los cuales la prensa descarga determinadas historias o visiones del mundo. «Los medios ayudan, como otros factores culturales, a generar climas de época –precisa Luchessi–. El grado de actividad de la audiencia puede medirse en relación con qué cosas se admiten como publicables. Nadie puede romper el pacto que tiene con su audiencia, porque pierde ventas. Hay medios que chequean cuáles son los temas tolerables a través de focus group y otras técnicas y otros se guían por una cuestión más intuitiva. La audiencia pone ciertos límites».

 

Por favor, rebobinar

La crónica policial en Argentina reconoce mejores ejemplos que los actuales, y una extensa tradición que se remonta a fines del siglo XIX, cuando José S. Alvarez, Fray Mocho, comenzó a publicar sus textos. «Con él aparece una fascinación por el argot del ladrón y un poco más adelante, hacia 1920, surgen los cruces con los folletines y las noticias policiales comienzan a ser noveladas», dice Ariela Schnirmajer, compiladora de ¡Arriba las manos!, una selección de crónicas publicadas entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

Los delincuentes ejercían una oscura atracción para los primeros cronistas. «Muchas veces los presentaban como si fueran héroes. El folletín está en la base de esa construcción. José Martí retrata a Jesse James como un héroe del siglo XIX y ahí hay una cuestión ideológica-política, que funcionaba en los Estados Unidos: una sociedad opulenta y al mismo tiempo un abismo entre ricos y pobres. Lo que le podía interesar al lector era ver cierta justicia social en un ladrón de bancos», agrega Schnirmajer. Una visión que cambió de signo en el siglo XX, con la difusión del gangsterismo y la creación de la figura del «enemigo público», que transformó al delincuente en un otro radicalmente diferente de la sociedad.
La literatura era un recurso en las viejas crónicas y la ficción, paradójicamente, podía ser un modo de acercarse a la verdad. «Los periodistas escribían no sólo a partir de lo que veían sino de las lecturas que hacían, incluso de las que estaban en el aire, en el clima de época», dice Schnirmajer. Ya en 1925, en el artículo «La crónica del delito», Luis Reissig planteó una crítica del sensacionalismo: «Fue una parodia de los lugares comunes que construía el diario Crítica en la nota policial y mostró que los lectores de la época ya no leían a Arthur Conan Doyle, como los de generaciones anteriores, sino que iban al diario, y que el diario era su fuente de novelas».
Crítica, el diario de Natalio Botana, aparece precisamente como punto de partida de las líneas más importantes de la crónica moderna. La más visible fue la de la prensa sensacionalista, que dio lugar a otras publicaciones que salieron a disputar un público ávido de historias, como Noticias Gráficas (1931) y Ahora (1936). Fueron medios que se definieron en base a coberturas extraordinarias de casos resonantes: el crimen del concejal Carlos Ray (1926) sancionó el triunfo de Crítica sobre La Razón y Última Hora, y el de la empleada doméstica Alcira Methyger, descuartizada por Jorge Burgos en 1955, junto con el enigmático crimen de la adolescente Norma Penjerek, en 1962, consagraron el éxito de la revista Así.
En una línea completamente diferente, la crónica policial se ha apropiado de recursos de la literatura para enfatizar la investigación y el relato de los hechos. La obra de Rodolfo Walsh y en particular su libro Operación Masacre, sobre los fusilamientos de la llamada revolución libertadora, y las notas que escribió para el periódico CGT (de la CGT de los Argentinos, entre 1968 y 1969) son la referencia insoslayable de una práctica que hoy reaparece en cronistas jóvenes como Diego Rojas, autor de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, y Javier Sinay, quien en Sangre joven salió al cruce de los estereotipos que rodean a las figuras de los jóvenes delincuentes.
Entre los veteranos de la crónica, Ricardo Ragendorfer es uno de los más conscientes de la tradición del género y de sus posibilidades. El título de su segundo libro, La secta del gatillo, otra investigación sobre la historia criminal de la policía bonaerense, aludía a una saga de crónicas de Walsh. El hecho de que presenciara de incógnito un examen del cadáver del cantante Rodrigo Bueno actualizó un episodio del pasado, por el cual el periodista Gustavo Germán González, de Crítica, logró una primicia decisiva en el asesinato del concejal Ray (ver recuadro).
«Fui a cubrir la extracción de ADN del cuerpo de Rodrigo por el juicio filiatorio de su supuesto hijo –cuenta Ragendorfer–. Se dio la casualidad de que el abogado de la familia de Rodrigo, que es amigo mío, me invitó y me hizo pasar por perito de parte. Con toda la aprensión del caso no dudé en acudir a una ceremonia tan espeluznante. Desde luego me acordé de que Gustavo Germán González había hecho lo mismo con el concejal Ray y me pareció un merecido homenaje».

La inseguridad en cuestión

Un estudio de la Secretaría de Seguridad Interior realizado en 2008 sobre distintos periódicos de América latina demostró que la prensa de El Salvador era la que más espacio asignaba a los sucesos policiales, seguida por la prensa de la Argentina. Sin embargo, en los países que presentaban mayores problemas de seguridad (Brasil, México y Colombia), los diarios otorgaban un lugar menos destacado a la crónica roja.

En el mismo estudio, el periodista colombiano Omar Rincón observó que «se está llevando el problema de la seguridad ciudadana a un problema de la Nación, de la gobernabilidad» y a una línea de pensamiento según la cual «si una sociedad tiene mucho delito es ingobernable». El concepto de noticia predominante en el relevamiento apunta a los homicidios, los robos violentos y las políticas de seguridad. La edición queda reducida a un modo de reforzar la espectacularidad de esos hechos. «No hay análisis especial, no hay informe especial, no hay crónica, no hay perfiles, no hay reportajes. Siempre se presenta el dato descontextualizado: tal cosa pasó. Nunca contamos la historia completa», destacó Rincón.
El periodista colombiano subrayaba además las características más gruesas, pero menos visibles, de los relatos policiales en uso: la tendencia a crear olas o escaladas de determinados delitos; la comunicación del crimen como una amenaza cotidiana y próxima; la idea de que los delincuentes no descansan, como efecto de la serialización; el énfasis en la inoperancia de las instituciones, la indefensión de la sociedad y la liviandad de las leyes; el recurso a la opinión común como forma de legitimar el relato.
«En el caso de Solange Grabenheimer (asesinada en Vicente López en 2007), muchos opinólogos televisivos dijeron que Lucila Frend, la acusada que resultó absuelta porque no había pruebas en su contra, tenía mirada fría como los psicópatas –apunta Palacios–. Nadie cuestionó a la perito que la comparó con Andrei Chikatilo, el asesino serial ruso, o a la otra perito que dijo que sospechaba de Lucila porque supuestamente las mujeres suelen matar por pasión. Lo peor es que esas frases son repetidas por la gente en los cafés y en la calle, dando por ciertas burdas falsedades».
No obstante, «la inseguridad es real, hay delitos graves, con violencia. Pero estadísticamente el índice de homicidios es bastante bajo en Argentina en relación con otros países. Y la mayoría de los crímenes son intrafamiliares; en un homicidio es más probable que el victimario sea un familiar o un amigo de la víctima que un desconocido en ocasión de robo».
Para Luchessi, «la construcción de noticias está en crisis: con frecuencia, a partir de un rumor se instalan temas que no tienen mayor asidero, y no sólo en el periodismo policial». La cobertura periodística hace foco «en los aspectos que garantizan la construcción de una historia bastante similar a lo ficcional. Los delitos de cuello blanco no se incluyen en las páginas de policiales, no tienen posibilidades de ser convertidos en seriales, como si fuera una novela por entregas».
Ragendorfer subraya el peso de la «manipulación periodística» en la percepción de la inseguridad. Y lo explica con sus términos: «Si en una hora se repite una y otra vez por televisión la noticia del asesinato en ocasión de robo de un remisero en, supongamos, Gregorio de Laferrere, la señora de Barrio Norte empieza a creer que la vereda de su casa está tapizada de cadáveres. Ese manejo periodístico y ese subgénero que es la inseguridad en un país que es uno de los menos inseguros en Latinoamérica tiene una intencionalidad política, de la misma manera que los hechos realmente alarmantes, como la violencia doméstica, el asesinato de mujeres y los asesinatos intrafamiliares sólo tienen calidad para ser explotados periodísticamente cuando la victima recibe 115 puñaladas o cosa por el estilo».
Palacios apela a la tradición como una salida. «No adhiero al periodismo policial como mero receptor de gacetillas policiales que luego se convierten en opacas enumeraciones de delitos. El desafío del periodismo gráfico no es ir detrás de la televisión. Por más que la televisión haya mostrado los hechos, el periodista gráfico los puede contar de otra manera. Lo mejor es volver a las fuentes y retomar el oficio de los viejos maestros del género», dice.

 

Salir a la calle

Pero la práctica profesional también se encuentra en crisis. «Cualquiera que entre en una redacción se sorprenderá al verla llenas de computadoras en las páginas de Facebook o Twitter. A veces ni siquiera se llama por teléfono para chequear datos. Ni hablar de salir a la calle: en algunas redacciones, que cada vez más se parecen a los call center, salir a la calle es una rareza», agrega Palacios, autor de El ángel negro, una notable crónica dedicada a Carlos Robledo Puch, y editor del sitio Crimen y razón.

«Un periodista policial –enfatiza Palacios– debe ir al lugar del hecho, aunque en algunos casos no se justifique. Las crónicas deben nutrirse del testimonio de la mayor cantidad de fuentes posibles: policiales, judiciales, testigos, sospechosos, familiares de víctimas».
Pero en lugar de establecer ese contacto, la crónica se construye como intrusión en la intimidad. El caso de Nora Dalmasso, asesinada en Río Cuarto, resultó significativo en ese sentido, con la multiplicación de especulaciones en torno a la vida privada de la víctima y de su familia. Los ciclos televisivos al estilo de Policías en acción parecen el modelo de esos relatos.
«Más que un programa periodístico –dice Ragendorfer– Policías en acción es un reality show donde lo único policíaco es que sus protagonistas son policías que lidian con travestis, con locos, con borrachines de barrio. Es una cosa bastante patética. No muestran a los otros policías que están en acción. Y con los programas de cárceles pasan cosas similares. Muy distinto era lo que hacía Polito (Fabián Polosecki) con un preso. En mi caso personal, en Historia del crimen, que se emitía por Telefé, íbamos a ver a determinados presos por casos concretos en que habían participado. En cambio los programas de cárceles muestran a las cárceles como si fueran campus universitarios».
Pero los relatos policiales son una construcción en la que intervienen otros actores aparte de los periodistas. «A veces la responsabilidad es mayor e implica a las fuentes judiciales y policiales. En el caso Candela ocurrió algo gravísimo que fue la contaminación de la escena del hecho. Las mismas personas que debían respetar el lugar de un crimen lo pisotearon. Se falló en el abecé de la investigación. Ni hablar que van a fallar cuando tengan que comunicarlo a los medios», dice Palacios.
El viejo problema de las fuentes de información se complica con nuevos actores. «Es muy complejo porque incluso se ha metido muy de lleno el tema político, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, donde todo lo que se dice tiene que estar chequeado por el gobernador. Antes era más común juntarse con el comisario y que el comisario pasara los datos. Hoy las reglas de juego son distintas, y no las pone el policía ni el periodista sino que es más a nivel político, y tiene que ver con qué se quiere decir y qué se quiere ocultar».

 

Una alternativa

La crítica de los relatos policiales tiene cierto consenso, pero pocos resultados prácticos en cuanto a nuevas formas de narrar el delito. «Creo que va a llevar un tiempo largo ver cosas diferentes en los medios respecto del tratamiento de las noticias o cosas diferentes de lo que vemos con una lógica elitista de la cultura», anticipa Lila Luchessi.

Ragendorfer tampoco tiene demasiadas expectativas en lo inmediato: «Tendría que encontrarse un modo nuevo de relato. La ley de Medios, siempre y cuando descomprima la presión que existe entre las empresas periodísticas y sus trabajadores, va a ser positiva al respecto. A través de Internet surgen medios y periodistas independientes, pero esos relatos no son novedosos ni revolucionarios respecto de los modelos imperantes».
Luchessi apoya la ley de Medios, pero advierte que las costumbres y las prácticas culturales no se cambian por decreto. «Los que tenemos responsabilidades comunicacionales deberíamos estar pensando qué otro tipo de alternativa se pueden generar en los medios. O si está mal que la sociedad quiera entretenerse. A lo mejor uno puede pensar que hay formas distintas del entretenimiento que plantea Tinelli y que eso no quiere decir que no tenga que haber entretenimiento».
Palacios tiene muy presente su experiencia en medios gráficos que trabajaban en una subordinación más o menos inconsciente respecto de la televisión. «Se imponía en un estilo del mensaje inmediato, del lugar común. Decir que alguien puede ser asesino o ladrón por la mirada o el aspecto. Un chusmerío que puede ser peligroso», recuerda. Y que define lo contrario de lo que representa un relato en la tradición de los mejores cronistas: una forma de comprender los hechos y de poner en evidencia sus factores y sus consecuencias.
                                                                                                                      Osvaldo Aguirre

 

 

El primero y el último

El crimen del concejal radical Carlos Ray señala un hito en la historia de la crónica roja en Argentina. Por la intriga que generó, el caso llegó a ser «una especie de novela policial, que durante muchos días tuvo en suspenso a Buenos Aires», según recordaba Gustavo Germán González, periodista del diario Crítica y protagonista estelar de la historia.
Ray apareció muerto a balazos el 10 de setiembre de 1926, en su chalet de Vicente López. El periodismo planteaba dos hipótesis: mientras Crítica atribuía el crimen a delincuentes comunes, La Razón apuntaba sus sospechas contra María Poey de Canelo, la compañera de Ray, a quien le adjudicaban una relación sentimental con otro concejal. Según la segunda versión, la víctima había sido envenenada y luego baleada, para hacer pasar el asesinato por una muerte en medio de un robo. Con la complicidad del comisario Eduardo Santiago, un jefe de Investigaciones posteriormente exonerado por corrupción, González presenció la autopsia disfrazado de plomero y así pudo saber, antes que nadie, que no había rastros de veneno en el cuerpo.
Crítica anunció la novedad con el título «No hay cianuro». La frase tuvo tal efecto que se incorporó al lenguaje popular, con el sentido de una negación enfática, y en el título de un tango. Además, aumentaron los casos de suicidios con cianuro, o por lo menos la cobertura periodística de esos casos tuvo mayor espacio.
Si González pudo escribir su nota a partir de una «primicia exclusiva» –esa fantasía de los periodistas de todos los tiempos–, en «El caso Robledo Puch», Osvaldo Soriano fue el último en ocuparse de un personaje sobre el cual los medios habían dado abundante información. Y sin embargo, logró la mejor crónica sobre el caso.
La Opinión no informaba sobre noticias policiales, pero lo extraordinario de la saga criminal de Carlos Robledo Puch quebró esa norma. Desde el 8 de febrero de 1972, cuando fue detenido, Robledo Puch era el centro de la atención periodística y Soriano recibió la orden de escribir una nota. «Era imposible, a esa altura, publicar una noticia, y el diario abominaba de la perorata moralizadora. Opté, pues, por la reconstrucción de los hechos según todos los testimonios existentes hasta entonces», dijo en su libro Artistas, locos y criminales. Soriano publicó la crónica el 27 de febrero de 1972; además de narrar la historia, situaba al personaje en el contexto de la sociedad de la época, algo en lo que nadie había reparado, y planteaba una lectura crítica de la propia cobertura periodística, y en particular de la prensa sensacionalista.

 

Reproducción de Acción Digital, edición Nº 1091