Inteligencia en venta

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Entre la ciencia y el negocio. La promesa de incrementar nuestra capacidad mental como un objeto más de consumo –en cursos, en libros de autoayuda y hasta en pastillas–, pone otra vez en cuestión uno de los conceptos más estudiados pero a la vez más escurridizos de la psicología.

Comienza la película Sin límites (2011) y su protagonista, al escritor Edward Morra –encarnado por Bradley Cooper– vaga desgreñado por las calles como un perdedor, pobre, abandonado serialmente por las mujeres que amó y, para colmo, con un bloqueo creativo que no le deja escribir ni una línea. Pero se encuentra con un antiguo compañero que trafica una novedosa droga llamada nzt-48. El dealer lo envuelve con el conocido argumento de que «solo usamos el 20% de nuestro cerebro» y, como favor, le ofrece una muestra gratis de la sustancia que le despertará a Edward Morra el 80% restante de su capacidad cognitiva.
Tras mucho dudar se la toma, y es un viaje de ida. De un día para el otro su realidad se pobló de novelas brillantes escritas en tiempo récord, bellas mujeres que lo arrastran a sus camas apenas lo conocen, corridas a toda velocidad en autos de lujo, martingalas que lo hacen ganar millones en el casino y luego en la Bolsa, una labia audaz y desenfadada que hace que todos caigan rendidos a su encanto. Recuerda una película de Bruce Lee e imita en tiempo real los movimientos del astro de las artes marciales para deshacerse de una patota que lo ataca uno por uno. Claro que a mitad del filme todo se empieza a complicar –al fin y al cabo no es comedia: es un drama–, pero el caso es que Sin límites no es un mal botón de muestra de la identidad entre inteligencia y éxito que subyace al imaginario del capitalismo.

Por más que sea uno de los temas más estudiados de la historia de la psicología, la inteligencia no deja de ser más bien escurridiza como concepto. Con mucho sentido común pero poca autocrítica se suele considerar inteligente a quien piensa parecido (a uno). Los tests de inteligencia (inaugurados por el francés Alfred Binet en 1905) y el cociente o coeficiente intelectual (ci, o en ingles iq) permitieron tratar el tema con una mejor base, pero abrieron un abanico de dificultades metodológicas y éticas, especialmente cuando se intentó comparar las diferencias de inteligencia entre sexos o etnias.

Un artículo publicado por el investigador M. Rochardson en el Psychological Bulletin confirmaba una vez más, en 2012, que los resultados de los tests de iq «ofrecen un alto valor predictivo para el éxito en la escuela, la universidad y la vida profesional», y que «la inteligencia explica el 70% de las diferencias en la calificación al terminar la carrera universitaria», reconociendo a la vez que la motivación, la minuciosidad y la apertura a experiencias nuevas son cualidades que también aportan lo suyo.
A esta correlación entre inteligencia y éxito se le sumó un bagaje de conocimientos provenientes de las modernas neurociencias, usados con criterio y rigurosidad solo en los mejores casos. Un floreciente mercado tiene hoy al cerebro como ícono de culto, y circulan por él desde libros de autoayuda hasta las más variadas versiones de «viagra cerebral»: píldoras con efectos que a primera oída se parecen mucho a los que el nzt-48 le proporciona al desbocado protagonista de Sin límites.

Esta constelación de productos, en la que se destacan BrainPlus iq –promocionado por la CNN– y Focus-x –que desde fines del año pasado se lanzó también para la Argentina–, son básicamente suplementos nutricionales compuestos por sustancias que por separado han demostrado algún papel positivo en el funcionamiento del órgano cerebral. Tales supuestas bondades han sido realzadas por el marketing hasta revestir de poderes casi mágicos a estas pildoritas que solo se venden por Internet (no en farmacias), sin receta y sin aprobación de la Agencia Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (anmat), y por cuyo consumo a piacere pocos o ningún especialista serio pone las manos en el fuego.

Entre los principales componentes de la mayoría de estos productos están los ácidos grasos como el omega-3, necesario para el desarrollo y la fisiología del cerebro y en el que múltiples estudios descubrieron, mediante ensayos clínicos y estadísticos, beneficios funcionales sobre la memoria, la concentración y hasta el humor (además, es un reconocido protector de las arterias). La lista sigue con otros antioxidantes, vitaminas y minerales que varían en cada fórmula y así este tipo de información conforma el barniz «científico» que ayuda a que los argumentos de venta de cada uno de estos productos que prometen el paraíso intelectual no suenen del todo falsos en un público que no cree en la magia, pero sí en un fármaco.

La pregunta del millón
La inteligencia puede ser muchas cosas, menos algo fácil de medir. Para saber la altura de alguien basta con un centímetro; para conocer su inteligencia primero hay que definir qué capacidades concretas se van a evaluar y para qué, y en esa construcción teórica siempre entra en juego lo que se espera de una persona «inteligente».
Los tests de iq son formas estandarizadas de hacerlo, pero sobran ejemplos históricos de cómo sus resultados comparativos fueron usados de manera discriminatoria, lo que llevó a cuestionarlos muy profundamente. Una polémica reciente se dio en las páginas de la revista alemana de ciencias cognitivas Gehirn & Geist (que tiene su versión en español, Mente y cerebro) donde el psicólogo Jens Asendorpf, de la Universidad Humboldt, de Berlín, defendió la libertad de los investigadores de comparar las inteligencias entre sexos o entre grupos étnicos, siempre y cuando los científicos «se comprometan a evitar el mal uso de los resultados». Asendorpf aseguró que estos estudios sirvieron para demostrar, por ejemplo, que las mujeres puntúan mejor en las pruebas de carácter verbal y los varones en las no verbales, por lo que las diferencias de iq entre unas y otros dependen exclusivamente del tipo de test que se use.

En los estudios que comparan etnias sí hubo diferencias cuantitativas, arguye este especialista, que preside la Asociación Europea de Psicología de la Personalidad: Japón y el sudeste asiático, dice, ocupan los primeros lugares. Pero define tajante: «La variación de iq en una misma etnia es seis veces mayor que entre etnias. Por tanto, las diferencias de término medio no pueden de ninguna manera extrapolarse a un caso individual».
En 2007, su coterráneo Heinrich Rindermann había publicado un estudio que asociaba el iq promedio de los países a su producto per cápita; lo que no pudo determinar es si esas cifras de iq son la causa del éxito, si los países más ricos disponen de mejor educación y eso mejora el iq promedio de su gente, o si ambos factores se combinan: «La controversia en torno a las pruebas de iq desde este punto de vista es poco productiva –admite Asendorpf– ya que carece en la actualidad de interpretaciones sólidas».
En la vereda opuesta está el psiquiatra Matthias Wenderlein, quien en 2008 había organizado en Alemania el congreso «Inteligencia, habilidades y género según la ciencia». Para él, el problema de comparar cifras de iq no es científico sino político, ya que tales perspectivas «entierran los esfuerzos en pos de la igualdad de oportunidades».
Cyril Burt (1883-1971) pasó 30 años tratando de imponer la idea de que el iq es «71% hereditario» mediante experimentos que después se demostraron fraudulentos. Voceros de las derechas racistas de todo el mundo se despachan periódicamente justificando que haya menos recursos para quienes, desde el punto de vista del poder, no tendrían la inteligencia para aprovecharlo. Mejorar la educación es siempre una veta más productiva y menos riesgosa que comparar inteligencias, asegura Wenderlein, que va al hueso del problema: «Todo el mundo cree saber qué se esconde tras la inteligencia y se piensa que es bueno poseer cuanta más mejor», afirma, con lo que sugiere la pregunta del millón: ¿para qué queremos ser más inteligentes? ¿Qué hay en el fondo de este deseo o mandato social?

Hoy ya casi no hay argumentos científicos que apoyen la idea de que el iq sea una cifra mágica dictada por los genes para predeterminar el éxito. La influencia de la educación, la cultura, la alimentación, la historia de vida y, sobre todo, del uso que cada cual haga de su mente, están fuera de toda duda, y el concepto de plasticidad neuronal (esto es, que el cerebro se modifica en función y en estructura a lo largo de la vida, dentro de ciertos límites) va tomando cuerpo en el saber y en el imaginario popular. La ciencia se ha vuelto más optimista en este punto, pero ese optimismo corre el riesgo de volverse pensamiento mágico más rápido de lo que el cerebro de un perdedor se transforma en el de un tipo exitoso según Hollywood.

Marcelo Rodríguez
Nota reproducción de Acción Digital