Las murgas y el carnaval porteño

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Un centenar de murgas porteñas participaron este año del programa de corsos que se presentó en los distintos barrios porteños, durante el mes de febrero: crónica de la fiesta en las calles.

Magaly se siente una estrella esta tarde de sábado: no sabe si es el traje amarillo oro, las lentejuelas o la brillantina que le cubre toda la cara, pero ella se siente así, dice, brillando. La sigue una banda de nenas, vestidas y pintadas como ella. Algunas llevan trenzas, otras el pelo suelto; todas tienen colores y brillitos en los ojos, la boca, los cachetes. Pocas cosas mejores, aseguran, que ponerse el traje y salir a bailar por la calle. Eso las hace sentir  fuertes,  grandes, lindas, liberadas. La murga es, para ellas, lo mejor de la semana.
 
Será porque es adrenalina pura, que sienten, que Magalí sigue participando en la murga del barrio: ya lleva 16 años ahí y, pese a que todos los años jura que se retirará, no lo hace. Eso de moverse al ritmo que marcan los tambores, es algo parecido a la felicidad, dicen ellos. Los brazos y las piernas bamboleándose de un lado a otro, el canto colectivo, la sensación de pertenencia y la voluntad de divertirse.

Cuando Magaly entró a Los pibes de Don Bosco, ninguna de esas nenas que la siguen había nacido todavía, y sin embargo el entusiasmo no decae, le cuesta imaginarse lejos de los cantos, los gritos, los bailes.
 
Los Pibes de Don Bosco es una agrupación murguera nacida en febrero de 1995, en la Parroquia de San Juan Evangelista, del barrio de La Boca. En los comienzos, hubo una rifa: la colaboración de los vecinos permitió la compra de seis redoblantes y cinco bombos. Así empezaron. Casi todo lo demás, fueron las ganas; de los pibes, de los mayores, de los más chicos. Por estos días son alrededor de 300, los murgueros congregados en esta murga que reúne gente de San Telmo, Barracas y La Boca.

“Lo mejor es que la murga ofrece un espacio de diversión y contención y aleja a los chicos de las drogas”, asegura uno de sus integrantes.
  
La rutina de ensayos –cada murga tiene la suya- es, por la tarde, dos veces por semana. Cuando salen por el barrio Magaly ayuda a las más nuevas, a seguir los pasos, a vestirse y maquillarse. Hoy les toca bailar en Villa Urquiza: hace calor pero el redoblante y los tambores cargan a todos de una energía inesperada. Los vecinos aplauden, los chicos juegan con espuma: además, es carnaval, la fiesta de todos.
 
Como ellos, un centenar de murgas porteñas participaron este año del programa de corsos que se presentó en los distintos barrios porteños, durante el mes de febrero. Mientras tanto, en otros puntos del país se celebraba la fiesta del carnaval a puro colorido: Buenos Aires, Gualeguaychú, Entre Ríos, Salta, Corrientes y Humahuaca son algunos de los puntos claves en que, cada año, las celebraciones de manifiestan con más ímpetu.

En la Capital, el carnaval combina los ritmos de afros del Río de la Plata con el colorido de los corsos, a través de la típica murga barrial, que hoy pueden señalarse como la auténtica representación del carnaval, en Buenos Aires.

Los nombres de las murgas -que en 1997, las murgas fueron declaradas Patrimonio Cultural de la ciudad- son pensados con humor, y casi siempre hacen referencia al barrio, a la pasión por el baile o a ciertas características propias del grupo: Los verdes de Montserrat, Los reyes del movimiento, Pasión Quemera, Los amantes de La Boca, Fantoches de Villa Urquiza, Los Cachafaces de Colegiales, son algunos nombres representativos.

Las comparsas de principio de siglo fueron el embrión que daría luego lugar a la aparición de las murgas, tal como se las conoce hoy día: una expresión artístico-popular, de carácter masivo -emparentada con otros géneros, como el teatro callejero- y que es portavoz de expectativas reivindicatorias de los sectores sociales más desposeídos, a través de la representación y la sátira de los acontecimientos sociales, que se expresan con una estética característica. Pero la historia, ciertamente, comienza mucho antes.

Un poco de historia

El carnaval es una de las fiestas populares de mayor tradición en la historia de la humanidad: la celebración tiene su origen probable en los rituales paganos a Baco, el dios del vino, en los festines que se realizaban en honor al buey Apis en Egipto; o en las "saturnalias" romanas, en honor al dios Saturno. Incluso, algunos historiadores precisan los primeros carnavales en tierras  de la antigua Sumeria, hace más de cinco mil años (se habría traslado posteriormente a Egipto y al Imperio Romano, desde donde se difundió por toda Europa, y luego a América).

La fiesta habría sido traída a América por navegantes españoles y portugueses en época de colonización y conquista, a partir del siglo XV, y rápidamente adoptada por los habitantes de estas tierras.

Tras su llegada al continente, el carnaval incorporaría rasgos típicos de las celebraciones aborígenes de las diversas culturas locales.
 
Hace cuatro siglos, en Buenos Aires, era frecuente que los esclavos negros se congregaran junto a sus amos para este festejo. Durante la colonia, la celebración no sólo se mantuvo vigente sino que se popularizó y consolidó en las diferentes clases sociales: ricos y pobres, blancos y negros, todos festejaban.
 
Las prohibiciones y las distintas formas de censura, sin embargo, no tardaron en aparecer: ya en 1771 el gobernador Juan José Vertíz prohibió que el carnaval se celebrara por fuera de lugares cerrados, con la intención de ocultar a los ojos del pueblo las que consideraba "inmorales manifestaciones callejeras". El rey de España ordenó a su vez, un año más tarde, que se evitasen las a sus ojos “escandalosas costumbres” que esta fiesta promovía. Aunque poco pudieron hacer los habitantes de Buenos Aires para moderar la algarabía: las calles desiertas, las ganas de celebrar, era más fácil y placentero salir a divertirse. Los censores, sin embargo, no se dieron por vencidos.

En 1774 la fiesta del carnaval fue, directamente, prohibida. Ese sería el primero de una larga lista de intentos de reglamentación y prohibición, que se extendería por más un siglo.
 
Desde mediados del siglo XIX y hasta aquí, salvando algunos intervalos, las comparsas se organizan para desfilar y bailar, entonando repertorios compuestos previamente y en las que el humor y la crítica social son moneda corriente.
  
Los carnavales porteños más brillantes se vivieron durante la presidencia de Domingo F. Sarmiento. En 1869 se realizó el primer corso sobre la calle Hipólito Yrigoyen-entonces llamada Victoria-,del que participaron dieciséis comparsas. Con el inicio del siglo XX, la Avenida de Mayo albergó al corso oficial de la ciudad, y su fastuoso desfile de carruajes. Los bosques de Palermo, el Jockey Club y el Club del Progreso, los teatros como el Opera, el Politeama, el Marconi y el Smart, se convertían también en salones de baile.
 
Hasta los años 20', los distintos grupos étnicos, tanto africanos como europeos o criollos, centraban su locación y sus actividades en barrios distintos: los negros en San Telmo y Monserrat; los italianos en La Boca; los judíos al sur de Palermo; los árabes en el Once. Fue en los años 30' que las agrupaciones de carnaval de los barrios, fundadas sobre fuertes lazos étnicos, pasaron a organizarse según nuevos lazos de vecindad y se rindieron a la hibridación cultural, adoptando nombres que contenían su barrio de origen: los Eléctricos de Villa Devoto; Los Averiados de Palermo; Los Criticones de Villa Urquiza; Los Pegotes de Florida y Los Curdelas de Saavedra, fueron algunas de las murgas de la época. Es también por entonces que la murga adopta como instrumento de percusión el bombo con platillo que habían traído los inmigrantes españoles. Se incorporan también instrumentos de viento, así como el bandoneón y el acordeón.

De las comparsas y agrupaciones de inmigrantes, la murga toma la confección de trajes con mayor dedicación; se conserva la forma levita, pero se descarta la arpillera, muy utilizada hasta entonces, para reemplazarla por géneros brillantes, como el raso y el satén. Los trajes, en este caso las levitas, continuaron siendo un símbolo de identidad, reforzado en este caso por los colores que caracterizaban a cada murga.

Los gobiernos militares, de la Revolucion Libertadora en adelante -por esos días era necesario tramitar un permiso policial para usar mascara o disfraz-, siguieron imponiendo sucesivas restricciones a esta fiesta popular. No les fue fácil, de todas  formas, contener la algarabía: a fines de los 60, los clubes ofrecían bailes para esas fechas, y en las calles, la gente se las ingeniaba, de un modo u otro, para celebrar. 

La última y más cruenta dictadura impondría, a partir del 76’, medidas aún más duras: mediante un decreto firmado por Jorge Rafael Videla, se anularon los feriados de carnaval -hasta ese momento, como en la actualidad, el lunes y el martes de carnaval habían sido feriados nacionales-. El terror y la censura impedían también la crítica política, y el humor picaresco en doble sentido. La fiesta no tenia sentido, con aquel marco de muerte y opresión.

Recién a fines de la decada de los 80, la lenta recuperación del espíritu festivo traeria consigo la musica, la risa y el color. Muy de a poco, fue revalorizandose esta fiesta sin que ello implicara la negacion del dolor.

Los feriados de carnaval fueron recuperados a fines de 2010 a partir de un decreto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Hoy, para fortuna del pueblo, las murgas mantienen viva la pasión del carnaval, y funcionan también como instrumentos de integración social.


Un murguero de ley

Entrevista a Félix Loiácono,  Director General de la Murga Garufa de Constitución.

-¿Cuál es su ocupación principal?
Actualmente mi ocupación es la docencia. Si bien soy maestro de grado, en estos momentos desarrollo mi labor, dando talleres de radio, en escuelas públicas de la ciudad de Bs As.

-¿Cómo fue que se acercó a una murga y decidió participar de sus actividades?
Yo nací en el barrio de la Boca, en una época (los ‘60 y ‘70), en que el Carnaval llenaba todo el barrio. Era imposible sustraerse a esta fiesta popular. Sin embargo, de chico, lo veía de afuera. Me encantaba, pero no participaba de ninguna murga, porque mis viejos no me dejaban. Ya bastante mayorcito, me metí en un taller del Centro Cultural Rojas, y allí sí, me reencontré con toda esa mística, con la fiesta. Me metí de cabeza, a aprender, a sumarme, a nutrirme de aquello que estaba latente dentro de mí.

-¿Recuerda cómo fue su primer participación?
Allí del Rojas salió una agrupación que aun hoy existe, que son los Quitapenas. La primera participación fue en una muestra que hicimos en el Centro Cultural, al finalizar el taller de ese verano del 92. Fue muy hermoso, era de alguna forma, encontrar mi lugar en el mundo

-¿En qué murga participa en la actualidad?
Actualmente formo parte de Garufa de Constitución, una agrupación con la que tratamos de rescatar el espíritu de aquellos grupitos de pibes que a  principios del siglo XX,  salían por los barrios a cantar  y a divertirse, en las tardes de Carnaval. Tratamos de potenciar todos los elementos de la murga porteña, (la teatralidad, las voces, la letrística, el baile, etc).

-¿Cómo definiría, a quienes desconocen ese fenómeno por dentro, la experiencia colectiva que comparten los integrantes de una murga?
Es difícil de explicar. Creo que sólo es comparable a hacer pan. Cada ingrediente suma, en la justa medida, y si bien se funde en la masa, no por ello pierde identidad. A esto sumale un tiempo de madurez,  de que leve la masa, de horno, para salir a mostrar eso nuevo que es producto de aunar voluntades, talentos y carencias, contrariedades y vientos a favor. Tiene algo de mágico, de misterioso.

-¿Qué es, para Usted, lo más satisfactorio de esa experiencia?
Creo que lo más satisfactorio es cuando la gente se identifica con el hecho artístico que uno muestra, con las letras, con lo que se transmite, con el mensaje. Todo esto que la gente nos da, es bueno que uno lo reciba con humildad: no somos mesías de nada, sólo somos artistas populares que (parafraseando a Angelelli), tratamos de “tener un oído en el bombo y otro oído en la gente”.

-¿Cualquiera puede participar de una murga?
Sí, todos tenemos una artista dentro que puede sumarse a lo colectivo: hay quien canta, quien toca, quien cose, quien baila, quien actúa.  Hay agrupaciones que hacen más hincapié en lo actoral, otras en lo vocal, otras en el baile, otras en la estética. Cada uno puede ir encontrando donde potenciarse y sumar. A esto siempre es bueno agregarle las ganas de seguir creciendo en este arte tan hermoso que es la murga.

-¿Hay códigos compartidos, entre los integrantes de una murga? ¿De qué tipo?
Sí, siempre entre los grupos humanos hay códigos,  puntos de encuentro, hay un lenguaje común que te une al otro. Por ejemplo en Garufa, siempre antes de salir, nos agarramos de la mano, nos miramos a los ojos, como una especie de ritual en el que nos decimos a nosotros mismos, “vamos compañeros, toda la carne al asador, la gente se merece lo mejor de nosotros”.

-¿La murga puede servir como herramienta política?
Sí, todo arte es político. Por lo que decidís transmitir o por lo que decidís callar, estás haciendo política.
Pero a mí parecer vos hacés política sobre todo, a lo largo de tu trayectoria, en tu caminar cotidiano. Puede llegar a estar muy bien con tu murga, hablar de liberación popular, el Che, Evita, los pobres, y los indignados. Pero si después cuando te llaman del  comedor del barrio para actuar para la gente que va allí a comer,  no vas;  si cuando te van a ver 5 personas actuás a media máquina porque hay poca gente; si no sos solidario con los mismos integrantes de la murga, sos tan mentiroso como el peor de los políticos.
El arte sirve como herramienta política. Y como cualquier herramienta la podés usar para mal o para bien.