Martha Argerich: luces y sombras de una artista genial

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La pianista argentina es una de las grandes intérpretes internacionales de la música clásica. Por su talento, en diciembre el presidente de los Estados Unidos le entregó el prestigioso Premio Kennedy. El miedo a la soledad, arriba y abajo del escenario, y vínculos familiares conflictivos potenciados por su condición casi nómade constituyen la otra cara y completan su atractivo perfil.

“No sé si el hecho de que ahora soy madre cambia de algún modo cómo me ve ella. Me da la impresión de que para ella sigo siendo un bebé. Pero para mí los roles están invertidos y es ella el bebé que yo tengo que proteger”, dice Stéphanie Argerich en los primeros minutos del documental sobre su madre que ella misma dirigió, mientras las imágenes muestran a la pianista Martha Argerich y a su nieta recién nacida, la hija de Stéphanie. El film se titula Bloody Daughter (Maldita hija o bien Hija de sangre, una ambigüedad deliverada), es de 2012, y muestra al mismo tiempo el enorme talento de la gran artista argentina, célebre en todo el mundo, y la dificultad para establecer vínculos familiares sólidos. “Mi madre es un monstruo que chupa la energía de alrededor y hay que ser muy fuerte para resistirse”, define su hija cineasta.

Es que la misma multigalardonada intérprete que en diciembre último, por ejemplo, recibió de manos del entonces presidente de los Estados Unidos Barack Obama el prestigioso Premio Kennedy (junto con Mavis Staples, James Taylor, los integrantes de Eagles y Al Pacino), que el gobierno estadounidense otorga anualmente desde 1978, lucha contra los sinsabores de una vida familiar segmentada, restringida por su condición nómade de artista internacional. Tres matrimonios, con tres músicos (el violinista chino Robert Chen, el director de orquesta francés Charles Dutoit y el pianista y director norteamericano Stephen Kovacevich), y tres hijas (Lyda Chen, Annie Dutoit y Stéphanie), la mayor de ellas internada en un orfelinato hasta los 8 años, podrían ser solo datos biográficos. Pero las imágenes y palabras que muestra su hija menor en el documental abundan en relaciones agridulces casi en igual medida que en éxitos artísticos. “En general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos”, dijo Argerich en una de sus contadas entrevistas.

Martha Argerich fue una pianista precoz. A los 4 años tocó en público por primera vez, y a los 7 dio su primer recital, en el teatro Astral de Buenos Aires, donde interpretó el Concierto para piano y orquesta Nº 20 en re menor, K 466, de Mozart. Su talento temprano sorprendió a todos. Así lo cuenta la propia protagonista: “Un compañerito del jardín de infantes, que era mayor que yo, y que ya tenía más de cinco, me molestaba diciéndome lo que él podía hacer y yo no. Un día me dijo que no podía tocar el piano, porque era demasiado chiquita. Y entonces fui hasta el piano del jardín de infantes y, con un dedo, toqué las canciones que cantaba la maestra. Ella llamó a mis padres. Y me compraron un instrumento y me llevaron a estudiar. Eso de responder a desafíos tiene su lado bueno y su lado malo. Porque sigo haciéndolo. De una manera mucho más maquillada pero sigo siendo así y, muchas veces, me obligo a aguantar y a sufrir cosas terribles con el único argumento de que puedo hacerlo. ¿Y cuál es el sentido? ¿Para qué hay que tolerar lo que nos hace mal?”.

 

A Europa, con pasaje de ida

Sus progresos en el piano, de la mano del maestro Vicente Scaramuzza, la llevaron en 1954, a sus 13 años, a estudiar en Viena, gracias al apoyo del entonces presidente Juan Domingo Perón, quien creó ad hoc dos cargos para sus padres —argentino de origen catalán y judía ucraniana— en la embajada argentina en Austria. La pequeña Martha ya había deslumbrado en el Teatro Colón y empezaba a hacerlo en escenarios de Europa (donde estudió con grandes maestros, como Friedrich Gulda, Nikita Magaloff o Arturo Benedetti Michelangeli), y con solo 19 años grabó su primer disco, para el prestigioso sello alemán Deutsche Grammophon. Estaba entregada en cuerpo y alma al arte pianístico. Sin embargo, muchos años después reconoció: “Nunca supe que sería pianista. Y aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. Pero no estoy muy a gusto con mi profesionalismo. Nunca lo estuve. Tal vez, para mi vida social y mi vida afectiva hubiera elegido otra cosa. Esta es una profesión bastante anacrónica. Esta vida impide estar donde uno querría y con quien uno querría. En ese momento, se está con el cuerpito en un avión, yendo a dar un concierto. Me hubiera gustado ser médica”.

Esto explica en parte por qué en las últimas tres décadas dio muy pocos conciertos de piano solo, y eligió en cambio tocar con orquesta, con otros solistas o en dúo de pianos, por ejemplo con el brasileño Nelson Freire o con su compatriota Daniel Barenboim, con quien se presentó en julio pasado en el Teatro Colón. “Pasan tantas cosas juntas cuando uno toca. La primera, obviamente, es el interés que me produce lo que estoy tocando. La música. Después, cuando se toca con otras personas, hay un registro muy preciso de lo que tocan ellos pero, también, de sus movimientos, de sus gestos. Aunque no los esté viendo sé cuándo cierran los ojos, cuándo sonríen. Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. Yo no sé bien por qué. Resulta que no me gusta mucho estar sola. Y no me gusta la soledad en el escenario”, admite Argerich, que desde que partió siendo casi una nena nunca volvió a radicarse en la Argentina y que no tocó en el país durante muchos años, entre 1986 y 1999. En esa visita de reencuentro con el público local, afectada por un melanoma, comentaba sobre su salud física y anímica: “Solo tengo que tener mucho cuidado con el estrés. Emocional y psicológico. Lo que pasa es que hago demasiado. A veces tengo mucho cansancio y sobre todo con mi vida sentimental, que es un desastre. Mi vida sentimental es el desierto”.

Más de sesenta discos y memorables interpretaciones de obras de autores canónicos como Bach, Beethoven, Schumann, Mozart, Chopin, Rachmáninov, Chaikovski, Brahms, Prokófiev, tres premios Grammy y, fundamentalmente, el reconocimiento unánime de sus colegas y de la crítica especializada, colocan a Martha Argerich, a sus 75 años, en un lugar privilegiado entre los intérpretes de la llamada música clásica. Quizá parte de ese reconocimiento se deba a su inconformismo: “En la práctica, cada vez que toco algo lo hago de manera diferente a la anterior. Cuando vuelvo a retomar una obra, siempre veo cosas distintas. Siempre busco otras cosas y sigo buscando hasta último momento”.