Un amor de película

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¿Quién no ha soñado alguna vez con un amor de película? Uno de esos amores que atraviese nuestra vida y la cambie para siempre. 

Pero, entre ese sueño y la realidad de lo que cada existencia logra en el territorio de Eros, los mortales cruzan un mar infinito de posibilidades, a veces tormentoso, otras sereno. Sin embargo, todos deseamos hacer aunque sea una sola e inolvidable vez esa travesía, que a menudo son varias, porque nada está escrito para siempre en la Tierra y las flechas de Cupido nos sorprenden en los momentos más inesperados –así es de impensado el amor- y cuando nos alcanza ya no queremos que nos abandone ni se apague su dulzura. Y eso porque el amor es el sentimiento más universal y potente que experimentan los seres humanos, ese estado del espíritu de felicidad y plenitud por el que son capaces de desplegar las energías más fuertes y realizar los mayores sacrificios.

Quienes han intentado estudiar este fenómeno –que por suerte siempre guarda un factor de misterio que lo hace difícil de clasificar y definir de una manera rotunda y definitiva- dicen que hay varios tipos de amor. El primero es el amor romántico, que es, de todos, el más común, el más extendido y perseguido por los seres humanos: es ese sentimiento basado en la atracción mutua que dos personas sienten entre sí y que en un principio tiene una fuerte carga de pasión y sexo. Es el amor más universal porque sobre su eje se ha construido históricamente la reproducción y perpetuación de la especie. Es ese estado que algunos definen como un hormigueo en el estómago y otros como una suerte de exaltación gozosa y difícil de controlar. La razón es clara y sencilla: ante la aparición de alguien que nos gusta el cerebro produce distintas sustancias químicas que producen ese estado.

Lo que no es tan claro ni sencillo es predecir el momento en que aparece y, lo más arduo, saber hasta cuando dura, porque hay un instante en que ese estado –que todos deseamos sea eterno- comienza a atenuarse y reclama como sostén otros sentimientos o afectos más duraderos, que son los que sí prolongan el amor a través de la vida y pueden consolidarlo en bases que no son exclusivamente las físicas. Cómo se logra equilibrar esas dos importantes vertientes del amor, la más física y la espiritual, es algo para lo cual nadie tiene una receta y que cada uno debe aprender en su experiencia personal. Algunos no lo aprenden nunca y otros sí. Por eso, al hablar de otros amores que no son exclusivamente los del flechazo romántico, los estudiosos mencionan también el amor perdurable de la pareja basado en el conocimiento y el respeto recíprocos, el amor por los padres, el amor por los hijos y los amigos. E incluso, en un sentido más social, el amor por el prójimo, la preocupación de los seres que viven alrededor de uno y que se expresa en los actos de altruismo de ciertas personas o en las vidas dedicadas a una acción solidaria y transformadora de las cosas. Que según dicen los psicoanalistas es aquel amor primigenio del que hablábamos sublimado. Pero todo, finalmente, puede ser amor.

Cuando los británicos comenzaron a celebrar allá por el siglo XVII el Día del Amor y la Amistad (todos los 14 de febrero, coincidiendo con el aniversario del martirologio de San Valentín), pensaban en toda esta clase de amores, pero, claro, como el más fuerte de todos, el que motorizaba y traccionaba a casi todos los demás, era el amor romántico, poco a poco esa jornada fue convirtiéndose en el “día de los enamorados”. El cine, la literatura, la música y las artes en general han tenido en el amor una fuente inagotable de inspiración. Salvo en el caso de la guerra, que es lo contrario del amor, ningún tema debe haber acaparado tanta atención en el cine. Por eso todos vimos y hemos deseado, tal vez secretamente, tener un amor de película. ¿Quién no oyó hablar de los amores de Lo que el viento se llevó (1939, con Clark Gable y Vivien Leigh), El puente de Waterloo (1940, con Robert Taylor y Vivien Leigh), Casablanca (1942, con Humphrey Bogart y Ingrid Bergmann) o Arco de triunfo (1948, con Charles Boyer e Irene Dunne), frente a los cuales nuestros abuelos o bisabuelos se derretían frente a las pantallas?  O más adelante, en 1968 el Romeo y Julieta de Zefirelli con Leonard Whiting y Olivia Hussey –y antes en 1961 la versión de ese drama en un musical inolvidable llamado Amor sin barreras, con Natalie Wood y Richard Beymer-, que hacían suspirar a nuestros padres o abuelos. Y un poco después, en 1970, Love story, con Alí Mac Graw y Ryan O’Neal. Y dando un salto hacia una actualidad o cercanía que nos toca a todos, ¿quién no recuerda Los puentes de Madison (1995, con Clint Eastwood y Meryl Streep), Nothings Hill (1999, con Julia Roberts y Hugh Grant) o Amor eterno (2004, con Audrey Tautou y Gaspard Ulliel)? O en estos días la extraordinaria Amour, de Michael Haneke, con Jean-LouisTrintignant y Emmanuelle Riva, aquella memorable heroína de Hiroshima, mon amour, que en los sesenta conmocionó el corazón de tantos espectadores.

La lista es interminable y cada uno podría aportar sus preferencias, porque, igual que en el amor, la experiencia con el arte y el cine es estrictamente personal y cada uno se relaciona con lo que ve o lee de modo singular y único. Aunque después, como es lógico, quiera transmitir esa sensación que lo hizo sentir tan pleno, tan humano, tan vulnerable frente a una fábula que, en cualquiera de sus variantes, lo involucra al espectador de una forma visceral, tan semejante a los sentimientos de cada día. Porque, es verdad, todos queremos, en cualquier momento de nuestra existencia, vivir un amor de película.