A volar se aprende

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Tres de cada diez personas temen por su vida cada vez que se suben a un avión. Razones y paradojas de la aerofobia. 

“Miedo a volar”: con ese título solemos generalizar la acumulación de sensaciones y malestares que experimentan todos aquellos a quienes la idea de subirse a un avión no les agrada demasiado. Pero lo cierto es que no hay un miedo a volar igual a otro, y así como nuestras psiquis e historias son todas diferentes, nuestros miedos también lo son. Entonces están los que sufren un verdadero pánico a volar y los que apenas advierten un nerviosismo leve; los que viajaban de lo más tranquilos hasta que tuvieron un mal vuelo y quienes vivieron en tierra una situación de estrés que predispuso el terreno para que germinara un nuevo miedo. Están los que padecen lo que se llama “miedo primario” (jamás se subieron a un avión, pero igual le temen) y aquellos que proyectan su propia fragilidad en ese hecho tan cotidiano y a la vez tan prodigioso que implica elevarse entre las nubes para desplazarse a diez mil metros de altura.

Patricia Nigro siempre le tuvo miedo al avión. Siempre. Y puesta a elegir entre viajar por tierra o por aire se inclinaba por lo primero así tuviera que pasarse horas y horas en la ruta, todo con tal de no enfrentarse a ese temor extremo a que el avión se cayera. “Calculo que debe ser una muerte bastante instantánea –dice-, pero igual me imaginaba lo que podría llegar a sentir durante ese descenso desesperado”. En 2004 y por cuestiones de trabajo empezó a viajar semanalmente a Paraguay. El ómnibus dejó de ser una alternativa, pero Patricia resistió como pudo gracias a las compañeras que viajaban con ella y le conversaban en forma constante. “Hay una hora cincuenta de vuelo hasta Asunción, y una mujer es capaz de hablar sin pausa durante ese tiempo”, asegura. Cierta vez hasta armó un escándalo en el aeropuerto de Mar del Plata por no querer abordar, hasta que un buen día tuvo que viajar sola y entonces notó que los peores momentos eran para ella el despegue y el aterrizaje. “Me llevé un rosario que rezaba como loca al inicio y final de cada viaje. Terminaba uno y empezaba otro, tal vez el avión ya estaba volando desde hacía rato y yo seguía: ‘Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo’. Cuando el año pasado tuve que volar sola a varias ciudades de Latinoamérica seguí con la misma técnica hasta que cierta vez me olvidé el rosario y decidí rezar con los dedos, todo desordenado pero igual recé y así fui aguantando”, recuerda. Patricia cerró un 2016 con más vuelos que ningún otro año. Y a fuerza de la costumbre y de aprender a distraerse, el miedo fue cediendo en forma paulatina. “Me llevo lectura, o veo películas. Siempre saco pasillo. Y sí o sí me tomo medio clonazepam”, apunta y considera que se trata de un miedo que nunca se vence del todo, aunque sí puede dominarse. “A veces me imagino que si el avión se cayera, en vez de ponerme a rezar a los gritos trataría de ayudar a los demás”, concluye. 

El caso de Carolina Manzino es bien distinto. Ella no tenía ningún miedo a volar hasta que un viaje a Montevideo –corto, pero decididamente malo- le generó un terror al que poco después, ya en tierra, siguió un ataque de pánico. “Igual seguí viajando –cuenta-, aunque pasándola muy mal”. Fue cuando consultó con un especialista que le dio algunos tips para atemperar su aprensión: llevar para leer algo que realmente le interesara, sentarse del lado de la ventana y tomar una dosis de clonazepam la noche anterior y otra más el día del vuelo. “Fue eso –describe-, y hacer terapia por el ataque de pánico.  No sé bien cómo, pero de a poco llegó un momento en el que volar dejó de ser terrible. Tampoco es que me encanta, de hecho cuando hay turbulencia tengo una sensación rara. Pero por lo menos ya no transpiro ni tiemblo”.

Hay tantas razones para el miedo a volar como personas que lo padecen. Claudio Pla, psiquiatra y director del programa para aerófobos Poder Volar, lo explica bien: “Se va haciendo lo que yo llamo el ‘enhebrado’, se junta una mala experiencia con una situación de estrés o el haber leído sobre un accidente. Y el sistema nervioso absorbe la información negativa como instinto de conservación. Si les tengo miedo a las cucarachas voy a estar atento a las cucarachas, porque una sola podría contaminar mis alimentos”. Según el experto la ansiedad durante los vuelos se mueve en el espectro claustro-agorafóbico, las personas que la experimentan pueden temer tanto a los espacios abiertos como a los cerrados. Y esta combinatoria sucede en el avión, donde en el caso de estar volando sobre el mar se da la fantasía del doble océano: el océano agua, inconmensurable, y el océano aire, mayor aún, a lo que se le suma el estar en un cilindro encerrado. “Por eso hay mucha gente que se banca la hora o dos del vuelo de cabotaje, pero no imagina las ocho para llegar a Miami o las catorce a Roma”, grafica.  

Un mundo distinto

Estadísticas sobre miedo a volar hay infinitas, y buena parte de ellas señala que tres de cada diez personas manifiestan un mayor o menor grado de aprensión. Claro que esto no se condice con la abrumadora evidencia acerca de que el avión es hoy uno de los modos de transporte más seguros que existen. La publicación especializada Flightglobal marcó que en 2015 la probabilidad en la tasa de accidentes fue uno de cada cinco millones de vuelos (la cifra más baja de todos los tiempos), en tanto la Asociación Internacional de Transporte Aéreo IATA certificó que ese mismo año más de 3,5 mil millones de personas volaron con seguridad contra las 560 víctimas fatales de los 16 accidentes que para el período consigna la Aviation Safety Network.

El caso es que ni siquiera estos datos alcanzan para compensar la exposición a noticias y ficciones que como las tragedias de Chapecoense, los Andes, Air France o LAPA y las escenas de Lost, Destino Final o Náufrago dejaron en nuestra memoria una huella incendiaria de tormentas, averías y cantidad de aviones secuestrados. 

Pega en el cuerpo el miedo a volar, de hecho es habitual que las sensaciones físicas que genera una turbulencia sean descifradas como de alta peligrosidad. Por eso ni la lógica ni la más pura evidencia de las estadísticas logran anular la ansiedad que en tantos provoca la posibilidad de caer en picada.  

Si hay algo que a los aerófobos les llama la atención es el hecho de que existan personas que pueden siquiera pensar en dedicarse actividades que requieran volar con frecuencia, mucho menos convertirse en pilotos o comisarios de abordo.

Jorge Sánchez es piloto privado y jefe de cabina. Hace 36 años que se mueve en este ámbito y asegura que ni en los peores vuelos experimentó algo parecido al miedo, ni siquiera en ese viaje a Buenos Aires en el que tras tres aproximaciones no se pudo aterrizar en el Aeroparque, y en medio de una tormenta fenomenal hubo que dirigirse hacia Rosario. “En ese lapso las condiciones climáticas mejoraron, pero de los 90 pasajeros que había a bordo, 70 se bajaron para ir a Buenos Aires en ómnibus. Tal era el pánico que les quedó por lo sucedido”, cuenta, aunque  reconoce que como los seres humanos somos “bichos de tierra” la sensación de extrañeza en el aire resulta de lo más normal, así como esa impresión de que uno no tiene de dónde agarrarse.

“Los tripulantes estamos entrenados para controlar ese tipo de situaciones y cumplir un rol de emergencia frente a una adversidad, que puede ser tanto un movimiento brusco como un aterrizaje forzoso”, asegura, y advierte que la mejor forma de llevar serenidad a los pasajeros es mostrarse tranquilo o hacer una seña que indique que todo está bien. De acuerdo a Sánchez hoy se vuela “infinitamente mejor” que hace veinte años, en parte debido a los programas computarizados que permiten prever la meteorología adversa con bastante precisión. No obstante, recomienda a quienes padecen miedo a volar acceder a todo el conocimiento sobre aeronavegación que les sea posible, ya que entender cuestiones como qué es lo que impulsa a un avión o por qué se mueve podría resultar tranquilizador. “Por ahí se metió un pájaro en la turbina, y entonces en la cabina hay olor a pollo quemado. O se desprendió una carga en la bodega, y entonces aparece un ruido extraño. Lo más probable es que todo esté perfectamente controlado, aunque es entendible que el pasajero que no conoce del tema pueda pensar que suceden cosas raras”.

No estamos locos

“Sería algo positivo que antes de volar la primera vez todos recibieran cierta información aeronáutica  -dice Pla-, algo así como la psicoprofilaxis del parto, en la que a toda parturienta le cuentan lo que le va a pasar”.  Según el experto resulta clave que más allá de tratar los miedos se haga prevención, “porque la turbulencia tarde o temprano va a aparecer y es preferible que los pasajeros sepan que no representa un problema, ni para el avión ni para los pilotos”.

El curso que dicta Pla tiene tres partes: una es la información técnica y otra tiene que ver con ejercicios de relajación y respiración y una serie de reglas como descansar antes del vuelo, escribir y escuchar música. La tercera pata es la medicación con ansiolíticos, que según el psiquiatra muchos “toman mal”. “Es el famoso tema de ‘voy a tomar un cuartito’, cuando tal vez para una persona de 90 kilos esa es una subdosis que no le hace nada. Y tampoco es bueno que se tomen antes de subir al avión, tienen que empezar uno o dos días antes”, advierte.

Algunos vencen el miedo, otros aprenden a volar mejor, están los que tienen recaídas y los que no lo superan nunca. Lo que sí es raro es que quienes sufren un alto grado de temor consigan alguna vez pasar al “otro lado”, ese de quienes disfrutan de volar y se duermen incluso antes del despegue, hacen chistes durante la turbulencia y se levantan para ir al baño ni bien se apagan las señales de mantener ajustado el cinturón.

“Hay un viejo dicho de los norteamericanos según el cual están las personas sensibles, inteligentes, con capacidad de fantasear… y los que no tienen ningún miedo a volar”, dice Pla. “El miedo se construye en base al imaginario, y es verdad que quienes tienen temor al avión suelen ser personas con imaginación y cierto grado de inteligencia. El que tiene el cerebro más liso raramente se asusta”, concluye.

Es que el miedo, en última instancia, es una emoción. Y ya se sabe que no existe la razón que venza la emoción, así como que la vida sin sentimientos sería una línea completamente anodina. De ahí que sufrir miedo a volar no sea algo de bobo, mucho menos de loco: solo tiene que ver con la significación de la vida misma. 

 

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