Adolescentes: ¿qué tienen en la cabeza?

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Una investigadora argentina explica la adolescencia desde el punto de vista neurocientífico en un libro de reciente aparición.

La pregunta del título, formulada por los padres, busca respuestas desde siempre, mayormente sin éxito. Los cambios de todo tipo que empiezan a experimentarse aproximadamente a partir de los 10 años de edad y al menos por una década suelen dejar sin palabras a los adultos, además de generar una serie de estados alterados que van de la frustración a la tristeza, de la incomprensión a la bronca, solo por nombrar algunas de las sensaciones y sentimientos que experimentan, en contraposición a lo que muchas veces se juzga simplemente como insensatez.

Como en otros campos, según se puede advertir de un par de décadas a esta parte, en este también el cerebro tiene mucho para decir. Así, el “¿qué tienen en la cabeza?”, que alude a pensamientos y conductas adolescentes que no pueden ser debidamente decodificadas por los adultos, y que los afectan genuinamente, hoy podría reemplazarse por un “¿qué tienen en el cerebro?”, un juego de preguntas y respuestas del orden de lo científico que busca explicar de qué profundidades provienen esos comportamientos, si es que existen tal y como se los suele percibir.

Teresa Torralva es psicóloga, médica, directora del Departamento de Neuropsicología e investigadora del Laboratorio de Neuropsicología de INECO (Instituto de Neurología Cognitiva), profesora titular de Neurociencias de la Universidad Favaloro y, entre otras actividades más, autora de Cerebro adolescente. Riesgos y oportunidades (Editorial Paidós), un libro de reciente aparición en el que analiza bajo el prisma de la ciencia esa etapa crítica de la vida, a mitad de camino entre la niñez y la adultez. En este sentido, la especialista sostiene que hay que derribar el mito de que “la adolescencia es sí o sí equivalente a conflicto. Esta visión negativa ha estado presente en el imaginario popular al menos a lo largo de los últimos dos siglos y muchas veces fue aceptada por los psicólogos, los educadores y los padres en general. Hoy se sabe que los problemas psicológicos, de conducta y los conflictos familiares en la adolescencia no tienen más frecuencia que en otro estadio evolutivo del ciclo vital”. 

Torralva explica que el cerebro, como todas las partes de nuestro cuerpo, crece drásticamente desde antes del nacimiento hasta los primeros años de vida, pero que a diferencia del resto, lo sigue haciendo hasta la edad adulta. Y que hay un momento crucial en este desarrollo, que es el de la adolescencia. “Gracias al surgimiento de tecnologías aplicadas a la medicina como la resonancia magnética nuclear (RMN), hoy sabemos que el cerebro continúa con su desarrollo y cambio durante el resto de nuestra vida, pero lo hace de una manera más lenta y pausada que en los primeros años. Durante este período, las modificaciones en la sustancia gris, en la sustancia blanca y en el sistema de neurotransmisores son inmensas y tienen implicancias directas sobre las grandes transformaciones de la conducta que presentan los adolescentes. Estos cambios neuronales son tanto progresivos (se van construyendo) como regresivos (se reducen y sincronizan) y son muy sensibles a las influencias de la maduración y del ambiente”.

Después de explicar algunos de los procesos que se producen al interior del cerebro, en las sustancias gris y blanca, la corteza subcortical, la amígdala, el hipocampo, los neurotransmisores, la autora concluye que a la luz de los mayores conocimientos que se van teniendo en la materia, los cambios estructurales del cerebro que ocurren durante la adolescencia son significativos, pero también que existen diferencias individuales en el desarrollo y fortalecimiento de las redes neuronales. Así, señala que los factores que pueden favorecer o alterar la estructura y las conexiones cerebrales son múltiples: “No es lo mismo un adolescente que realiza deportes, otro que está todo el día sentado en la computadora, uno que atraviesa períodos importantes de estrés familiar u otro que recurre al consumo de drogas”. De este modo, Torralva introduce una serie de factores, además de los genéticos, que influyen en el desarrollo cerebral de los adolescentes. 

“El ejercicio físico no solo tiene, como bien sabemos, un impacto positivo en la salud cardiovascular y muscular, sino que también es beneficioso para el cerebro: aumenta el flujo sanguíneo, promueve la formación de nuevos vasos, distribuye la glucosa, aumenta el oxígeno, incrementa los neurotransmisores (serotonina y norepinefrina) que facilitan el procesamiento de información y promueve el crecimiento de nuevas neuronas. En consecuencia, potencia y mejora las funciones y los procesos neurobiológicos del cerebro. La actividad física, al aumentar el flujo sanguíneo en el cerebro, estimula la capacidad de aprendizaje. (...) Además, la actividad física en general impacta indirectamente en el rendimiento académico. Es decir, repercute al fortalecer áreas de vital importancia como lo son la autoestima, aumentar los niveles de atención y alerta, disminuir el estrés y generar un buen control inhibitorio reflejado en una buena conducta en el aula. El ejercicio ayuda también a disminuir los síntomas de ansiedad y de depresión. Se ha demostrado que los adolescentes que participan en deportes expresan más actitudes positivas hacia ellos mismos, sus compañeros, sus profesores y sus padres. Tanto en la niñez como en la adolescencia, el deporte posee un importante rol en la socialización porque potencia la incorporación de normas sociales, el respeto por el otro, la responsabilidad y el compañerismo”.

Otro factor positivo es el de la espiritualidad y religiosidad, ya que “múltiples estudios han revelado que cuando los adolescentes perciben como importante a la religión y son activos en las actividades religiosas, presentan menores conductas de riesgo. Como si fuera un recurso protector, disminuye el consumo de alcohol y drogas, el hábito de fumar, los niveles de violencia, la depresión, el riesgo de suicidio, la conducta sexual temprana y la deserción escolar. Del mismo modo que las experiencias sociales y educativas: “Por ejemplo, experiencias concretas como las clases de música, el aprendizaje de una lengua extranjera, la planificación y la organización han demostrado que generan cambios a nivel cerebral. Más allá de la complejidad de los múltiples factores que intervienen en estos entrenamientos, es posible que la atención focalizada y el pensamiento disciplinado que requieren sean parcialmente responsables de estos cambios. Existen muchos estudios que comparan individuos con y sin formación musical, en los que se mide cómo afectan positivamente variables como el coeficiente intelectual y las habilidades sociales. También se han obtenido resultados similares en investigaciones en las que se analizaron los efectos del bilingüismo sobre las funciones ejecutivas”.

También existen, claro, factores negativos para los adolescentes, como el estrés (“situaciones cotidianas como problemas familiares, mudanzas, fracasos académicos, problemas con los amigos o la pareja, la separación de los padres o la realización de múltiples actividades pueden generar en los adolescentes cierto grado de estrés. Según la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, los predictores más importantes de estrés en los adolescentes son la exposición a situaciones violentas y la muerte repentina de un ser querido, siendo esta última la más común”); cierto uso de la tecnología (que “atraviesa la vida de los adolescentes, impacta en sus modos de conocer, aprender, expresarse, divertirse y comunicarse. Por lo tanto, el uso de los dispositivos tecnológicos, especialmente el teléfono móvil, debe estar puesto a consideración de los adultos: se debe estar alerta ante las conductas adictivas. Reiteramos que la tecnología no resulta perniciosa en sí, pero es fundamental fomentar en los jóvenes actividades que refuercen además las relaciones interpersonales cara a cara, el deporte, el tiempo al aire libre, la calidad de sueño, el ocio y, por qué no, también el aburrimiento”); la exposición a drogas (“dada la contundente evidencia de la continuidad del desarrollo cerebral hasta la adultez, debemos considerar que el abuso de sustancias durante la adolescencia puede afectar considerablemente el crecimiento neuronal”).

Esta propensión a enfrentarse a ciertos peligros es una de las características del comportamiento adolescente. Para la investigadora, hay un delicado equilibrio entre el riesgo y la recompensa: “Suele decirse que los adolescentes se sienten inmortales, como superhéroes de alguna historieta. Y, a decir verdad, todos los padres y los docentes sabemos que resulta bastante complicado hacerle entender a un adolescente en esta etapa que tiene que cuidarse, que hay peligros que debe evitar. Es difícil que atiendan a este mensaje y que no piensen que se trata de cosas de los adultos pesados, que no entienden, que exageran. Aunque los adolescentes son fuertes y saludables físicamente, las estadísticas de lesiones y muerte aumentan en un 200% desde la niñez hasta la adolescencia. Sus principales causas estarían relacionadas con la falta de control de las emociones y las conductas. Algunas de ellas son lesiones no intencionales, como los accidentes automovilísticos, la depresión, el consumo excesivo de alcohol y drogas, y el sexo sin protección”. La clave parece estar en el modo en el que los adolescentes toman decisiones, un desafío científico que aún tiene camino por recorrer. Sin embargo, hay algunos factores que inciden en el complejo mecanismo de la toma de decisiones, entre ellos los amigos (“el criterio adolescente no es el mismo cuando se encuentra con amigos que cuando está solo”) y, otra vez, el estrés (“la exigencia exagerada de un alto rendimiento en la escuela, el fracaso escolar, la falta de tiempo libre por tener demasiadas actividades, los problemas en la familia –separación de los padres o dificultades económicas– y el bullying o acoso escolar”).

Finalmente, en su libro Torralva cita una serie de consejos para padres de adolescentes del especialista Laurence Steinberg, de la Universidad de Temple:
• Asegurarse de tener intereses genuinos y satisfactorios más allá del de ser padres. Podría ser la propia pareja, el trabajo, un pasatiempo o algún interés particular. Si tienen una buena relación de pareja o una carrera o hobby estimulante, hagan lo que sea para reforzar su compromiso con eso. 
• Tratar de adoptar una visión positiva hacia la adolescencia y a los cambios que está transitando el hijo adolescente. Si uno considera que la adolescencia es un problema, puede que lo sea y no solo para el propio adolescente sino para todo el sistema familiar. Es importante recordar que los adolescentes aprenden a ser sanamente independientes estando en una relación padres/hijos cercana. 
• No desengancharse del hijo emocionalmente. Estudios han demostrado que los adultos afrontan mejor el crecimiento de sus hijos cuando están cerca emocionalmente hablando. • No tomarse nada de manera personal. Es normal para los adolescentes cuestionar la autoridad, exponer los dobles discursos de sus padres, buscar privacidad e independencia. Es común que pongan esa cara larga y desfigurada denotando vergüenza cuando uno opina delante de sus amigos, pero esto no es personal, solo se están tratando de distanciar de lo que los padres representan: un recordatorio constante de que alguna vez fueron sus niños pequeños. 
• No tener miedo de discutir lo que sienten con su pareja, sus amigos y, si es necesario, con un especialista. Es frecuente sentirse enojado, celoso, resentido, desconcertado o el sentimiento que sea. Todos los padres tienen sentimientos contradictorios cuando los hijos crecen y se vuelven independientes y seres autónomos.

 

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