Diez cosas que jamás deberías decirle a una madre primeriza

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Porque en ese universo de hormonas desamarradas que es el puerperio hasta el más pequeño desatino puede resultar en drama; y porque a fin de cuentas lo que una nueva madre necesita no son reprimendas, sino contención. 

Tener un hijo es algo maravilloso: carne de nuestra carne, ese pequeño ser de seguro nos regalará algunos de los gozos más grandes de la vida, empezando por la primera sonrisa hasta la graduación y los nietos. Pero para una mujer que acaba de parir un bebé (más aún si es su primer bebé) las cosas no aparecen tan diáfanas, y lejos de esa imagen rutilante de placidez posparto que irradian las publicidades de leche maternizada la puérpera suele descubrirse cansada hasta límites indecibles, emocionalmente débil y sintiéndose atravesar un túnel que en algunos de sus tramos se vuelve bastante oscuro. Para peor, a ese cuadro se suma “la gente”. Y bien se sabe que “la gente” siempre está diciendo cosas (en la clínica, en las salas de espera, en la cola del súper), lo cual coopera para que por más racional que esa madre sea, por más que entienda que esos comentarios no tienen siquiera que resultar atendibles, decida tomarlos y repensarlos en el preciso momento en el que se percibe más culposa y exhausta. Entonces el daño estará hecho. 

Para no ser parte de esa constelación de apostillas perniciosas, y como un aporte al conocimiento de cuestiones de las que todo el mundo habla, pero pocos conocen en profundidad (como lactancia materna, desarrollo madurativo o psicología infantil), van a continuación algunas ideas de todo aquello que de una vez por todas habría que dejar de decir a las nuevas madres. 

“Tal vez no tengas leche”. Es imposible que una mujer que dio a luz no tenga leche. “Ni siquiera existen mujeres con poca leche. Tener poca leche es como tener poca sangre”, lanza la doula Melina Bronfman, y explica que tras el nacimiento del bebé el cuerpo femenino desencadena una serie de mecanismos fisiológicos entre los que justamente se encuentra la producción de leche. “Lo que pasa –afirma- es que está bastante difundida la creencia de que la leche de la mujer que acaba de parir es blanca y abundante, cuando en realidad esa primera leche, que se llama calostro, es amarillenta y aparece en muy poca cantidad”.  De acuerdo a la especialista el estómago de un bebé recién nacido tiene el tamaño de una cereza, con lo cual se llena con muy poca sustancia. “El calostro es escaso a propósito”, marca. Y concluye: “No en vano en algún momento entre las 36 y las 48 horas del nacimiento los pechos ya están echando leches: es cuando la naturaleza considera que el bebé pudo adaptarse a beber cantidades mayores”.

“Le estás pasando al bebé tus nervios”. Es verdad que la primeriza tiende a estresarse. Y también es cierto que esa alteración puede estresar al bebé, dado que ella es su principal figura de apego, así como su entorno más seguro. Pero de nada servirá remarcar esto a una madre, ya que probablemente acabaría por ponerla más nerviosa. ¿Qué queda por hacer? Preguntarle qué siente, qué la frustra, qué necesita. Y decirle que es totalmente normal sentirse sobrepasada, tener miedo y no saber cómo cuernos resolver tal o cual cosa. Las madres están de por sí acostumbradas a sentirse culpables de todos los desarreglos de la humanidad, y por supuesto de todo lo malo que les suceda a sus hijos. El mejor tranquilizante, entonces, será dejarles en claro que si el bebé llora ella NO tiene la culpa. Y que amén de todas sus imperfecciones, siempre será para su hijo la mejor de las mamás.

“Tienen que separarse un poco: les va a hacer bien a los dos”. “Es curioso cómo socialmente el vínculo madre-hijo parece a veces asustar”, advierte la  puericultora Vanina Schoijett. “¿Qué madre no escuchó a los 4, 5 o 6 meses de su bebé el consejo de que debería salir más, volver a trabajar (si es que aún no lo ha hecho) o hacer alguna actividad que la separe algunas horas de su hijo porque ‘a los dos les va a hacer bien’? ¿De dónde sale esta creencia? ¿Cómo a un bebé, cuya vida depende de su madre, le va a venir bien separarse de ella a esas edades? ¿Y por qué creemos que a la mujer le hará bien también dejar a su bebé?”, se pregunta la autora del libro Duérmete Hannibal, quien sostiene que esa dependencia es en realidad una co-dependencia, ya que la madre puérpera necesita estar con su cría tanto como su cría demanda estar con ella. “Ambos se necesitan porque están fusionados emocionalmente y esa fusión durará un par de años, disminuyendo su intensidad paulatinamente, mal que le pese al resto del mundo. Lo que la madre necesita en realidad es compañía, tribu y red, pero no separarse de su hijo”, asegura.

“¿No tendrá frío?”. La tendencia de convertir a los niños en una pelota de abrigos ni bien aparecen los primeros fríos viene de otro tiempo, cuando las temperaturas eran más bajas y las calefacciones menos eficientes. Pero la recomendación en estos días suele ser simple: solo una capa más que los adultos criadores, con lo cual -y por lo menos hasta que el niño pueda expresarse- la elección dependerá de lo frioleros que sean sus padres.

“Ese chico tiene hambre”. ¿Qué es lo que podría hacerle creer a un perfecto desconocido que se encuentra calificado para reconocer las señales con las que un bebé comunica su apetito de una forma más atinada que la persona que lo gestó, trajo al mundo y alimentó desde entonces a razón de entre ocho y catorce veces por día? Que si se agita, que si se estira, que si llora, que si se chupa la manito, que si busca el pecho o tal vez abre la boca: casi cualquier gesto de un recién nacido podría ser interpretado como signo de hambre. En cualquier caso será la madre –y no el vecino- quien los sabrá reconocer y satisfacer.

Cualquier frase que empiece con “¿es normal que…?”. Es tranquilizadora la palabra “normal”, tanto que en sus decisiones de crianza muchas madres prefieren apelar a aquello que todo el mundo hace en vez de inventar su propio camino, escuchar a su hijo y seguir su instinto. Sin embargo lo que culturalmente se considera como usual no es siempre sinónimo de óptimo. De ahí que enfrentadas con su nuevo rol maternal algunas mujeres improvisan un recorrido diferente, al tiempo que aprenden a lidiar con un pañal desbordado o hacerse un café con el bebé en brazos. Esa será su nueva, personal y respetable normalidad.  

Cualquier frase que empiece con “¿todavía no…?. “Todavía es un adverbio que la Convención de los Derechos del Niño debería haber prohibido hace rato” señalan Ingrid Beck y Paula Rodríguez en su Guía (Inútil) para madres primerizas 2. “Nadie puede verlo sentado babeando un chizito” –escriben-, sino que todos quieren saber por qué, si ya tiene un año, “TODAVÍA no señala con el dedo, dice galletita, camina en reversa, conjuga el subjuntivo, baila la jota, come berenjenas, corre maratones, escribe ensayos o resuelve ecuaciones”. Las autoras atribuyen este tipo de comentarios a la extendida ignorancia acerca de que los chicos pueden tomarse su tiempo para lograr cosas “que al homo sapiens le han llevado milenios, tales como ponerse de pie y andar sobre sus dos extremidades o articular un lenguaje”, a lo que se suma el desconocimiento del derecho de las madres a llegar al primer cumpleaños de su hijo sin ser juzgadas por la capacidad motora o el nivel de discurso que el pequeño haya o no desarrollado. “Pero tanto ‘todavía’ termina por hacer mella –reconocen-, más aún si la criatura es un espíritu libre y está un poco corrida de las tablitas que dicen por dónde deberían andar sus habilidades a los diez, doce, catorce o dieciocho meses”.

“¡Tiene los pies fríos! ¿Por qué lo dejás descalzo?”. El pediatra Jorge Washington Díaz Walker lo explica bien: "Los bebés tienen un termostato propio y con sus pies al aire lo regulan, ellos sufren menos el frío y el calor que los adultos en las extremidades”. También explica Díaz Walker que cuando empiezan a caminar, andar descalzos ayuda a los chicos a tomar información del entorno y moverse más seguros, porque así tienen mejor agarre al suelo. Conclusión: si el piso está limpio y no hace demasiado frío, nada mejor que unos pies descalzos y libres (más allá de lo que puedan decir las abuelas).

“Demasiados brazos: ya te tomó el tiempo”. Un bebé necesita contacto físico y comunicación tanto o más que el alimento. “Desterremos de una vez y para siempre la idea de que un niño que reclama el contacto y la teta de su mamá es un niño mañoso al que su madre está malcriando. Al fin y al cabo nadie pide lo que no necesita, y menos que menos un niño”, sostiene Schoijett. Según la experta los bebés ni siquiera tienen las conexiones cerebrales lo suficientemente maduras como para especular, pensar con doble sentido o elaborar planes que engañen a sus padres. “Eso lo hacemos los adultos, no los bebés”, concluye.

“Tenés que disfrutar: mirá que pasa rápido”. En cualquier vida –también en la de la puérpera- aparecen esos momentos luminosos que más allá de las dificultades la hacen sentir plena y feliz. Lo que se hace imposible es mantener ese estado de “felicidad 7x24” requerido por la publicidad y las redes sociales. La presión por disfrutar resulta paradójica y a la postre una nueva exigencia. Y nadie quiere sumar presión a una mujer que ya bastante estará exigiéndose a sí misma. Tampoco es del todo cierto aquello de que la infancia “pasa rápido” aun con sus pañales, sus despertares nocturnos, sus golpes y sus aprendizajes. La velocidad de una vida es tan subjetiva como la experiencia, y si no basta con lanzar aquella pregunta que sacude ideas preconcebidas, tiempos, necesidades, deseos, mandatos, edades y disidencias: “¿para cuándo el segundo?”. 

 

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