Guillermo Martínez: una mirada implacable

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Guillermo Martínez es uno de los escritores argentinos sobresalientes de su generación. Con Una felicidad repulsiva (Planeta), su nuevo libro de cuentos, confirma su excepcional talento narrativo y demuestra que “lo fantástico, lo horroroso, lo siniestro, asoman por detrás de lo real en cuanto las cosas se miran con suficiente detenimiento”.

  En la casa en la que creció Guillermo Martínez (1962), en su Bahía Blanca natal, no había televisor, por decisión de su padre, Julio, un ingeniero agrónomo que destinaba sus horas libres a escribir. El dato de la tele podría parecer una circunstancia anecdótica o intrascendente pero, bien visto, el gesto debería leerse como una apuesta ideológica: en esa casa sin caja boba, se le daba espacio a la lectura, al juego en todo caso, a la conversación o al silencio, antes que al entretenimiento vacío. Los domingos, Julio reunía a sus hijos para leerles cuentos -policiales, ciencia ficción, literatura fantástica- y después los animaba  a redactar sus propias ficciones, que calificaba él mismo y a menudo tipeaba en su vieja Olivetti. La vocación de Martínez por la escritura –eso que él define como “aquello que uno puede sostener en el tiempo, con cierta facilidad y felicidad, sin sentirlo como un peso”- debe rastrearse allí.


“Escribir, en mi caso, fue algo muy natural. La literatura era algo que estaba presente en la casa”, explica el escritor a Revista Cabal. En la actualidad, Martínez vive en Colegiales, en una construcción de estilo colonial de una sola planta, junto a su mujer y su pequeña hija, Julia, una nena de ojos imposibles. En esos ambientes decorados con buen gusto, los libros ocupan un lugar privilegiado: cubren una de las paredes del living y parte del comedor, y hay una biblioteca especialmente reservada a los volúmenes autografiados. También hay fotos, cuadros, muebles de líneas puras; buen gusto sin estridencias. En los estantes, las lecturas que lo marcaron como lector: Henry James, Borges, Thomas Mann, Proust, Kafka, Ishiguro, Philip Roth, Albert Camus, entre tantos otros.


“El placer de escribir es el descubrimiento de todo lo que tenía para decir el primer apunte de una historia” resume él. “Hay un chiste de Quino en el que Guille dibuja por las paredes de su casa aviones, edificios, gatos, elefantes, ejércitos, y cuando enfrenta a su madre con el lápiz gastado pregunta con asombro: ¿No es increíble todo lo que puede tener adentro un lápiz? El placer de escribir tiene que ver con lo inesperado que irrumpe de la fricción entre las dificultades de ese otro lápiz sobre el papel que es la imaginación.”


Hasta aquí, lleva publicados dos volúmenes de cuentos, Infierno Grande y Una felicidad repulsiva -recientemente publicado por Planeta- y las novelas Acerca de Roderer, La mujer del maestro, La muerte lenta de Luciana B., Crímenes imperceptibles y Yo también tuve una novia bisexual. Con Crímenes imperceptibles, en 2003, su carrera dio un brinco consagratorio, cuando ganó el Premio Planeta, el libro fue traducido a treinta y cinco idiomas y adaptado para cine con el título Los crímenes de Oxford, con dirección de Álex de la Iglesia.


En esos mundos que narra Martínez, las situaciones en apariencia más predecibles pueden revelar su costado amenazante, inesperado. Son historias que casi siempre enfrentan al lector a una evidencia incómoda: “Lo fantástico, lo siniestro, aflora en cuanto se miran las cosas con suficiente detenimiento”, afirma. Y es en esa mirada con que aborda las relaciones o acontecimientos “corrientes”, donde se produce la fisura por la que aflora la maravilla o el espanto.
Si se comparara su literatura a una formulación matemática, planteó la escritora Alejandra Laurencich en la presentación de Una felicidad repulsiva, habría que reconocer que el resultado de sus ecuaciones es siempre desconcertante: “Si lo fantástico, lo siniestro, lo tenebroso, están en lo real, es la perseverancia de la mirada la que permite filtrar ‘el error’ en la ecuación, para alterar el resultado esperable. Bajo ese disfraz de realidad soportable, siempre hay alguien que introduce en el relato lo que no está en el orden correcto, y es la mirada lo que provoca el desastre, porque al mirar se descubre la grieta, lo que no estaba expuesto. Es por los ojos, esos auténticos ojos humanos, por donde entra la comprensión del ‘infierno grande’, ese lugar entre la cordura y la demencia, en donde nada volverá a parecer lo que era”.


En Una felicidad repulsiva –que originalmente iba a llamarse Los reinos de la posición horizontal- aparecen, además de temas como sexo y la muerte, el retrato del grupo familiar, el suceso político (en el cuento “El peluquero vendrá” narra el último día en la vida de León Trotsky), el coqueteo con el horror (en “Un gato muerto” y en “Una madre protectora”), la confrontación del pensamiento estadístico y el pensamiento mágico (en ‘El Iching y el hombre de los papeles’ y ‘El sumidero de Dios’), el paso del tiempo y el rescate de cierto clima familiar, las voces de la familia (‘Una felicidad repulsiva’).


En varios de los cuentos de este libro, el contexto familiar y burgués –ese que también supieron narrar Borges, Bioy, Silvina Ocampo, José Bianco y Adolfo Bioy Casares, entre otros- es el caldo de cultivo en el que se gesta y emerge la vacilación, lo extraño y lo maravilloso, lo que nadie prevé; y siempre parece haber alguien que mira, se interesa, se extraña, interpela al lector, que difícilmente sale indemne.


“Ahora estoy de regreso trabajando en una novela que tengo pensada ¡desde el año 93! Y que será la más larga de las que escribí hasta ahora”, cuenta él. “A continuación me gustaría escribir otra novela policial con el dúo de Crímenes imperceptibles. Y tengo otra novela más anotada, sobre escritores, en clave jamesiana, que se llamará La última vez”. Una visión del futuro y la celebración anticipada, todavía hay lectura para rato.

                                                                                                       Verónica Abdala