La historia y sus sorpresas



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Doctor en Filosofía y profesor e investigador en Historia de las Ideas en la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Forster un es pensador de fuerte gravitación en la actual cultura argentina y que ha hecho aportes teóricos de real valor en el análisis del pasado y el presente de la historia y de la política del país. Proyectado últimamente al conocimiento público por su aparición en distintos programas televisivos, Forster es sin embargo un intelectual que, a pesar de su juventud, viene trabajando en temas concretos de su especialidad hace muchos años como, entre otras cosas, lo demuestra su importante producción bibliográfica. En esta entrevista que mantuvo con Cabal Digital aborda con su habitual claridad y lucidez algunos de los tópicos sobre los que ha girado el debate de la cultura argentina en los recientes años, varios de los cuales han sido abordados en sus libros, que aquí también se comentan, especialmente el último: El litigio por la democracia.

 

Hace pocas semanas apareció en Planeta un libro suyo que se titula El litigio por la democracia. ¿Seria dice usted parte de una trilogía?
Sí, sería como una serie de reflexión política, de ensayo político, integrada por el título que acaba de nombrar y otros dos anteriores: El laberinto de las voces argentinas, de 2008, que publicó Editorial Colihue, y La anomalía argentina, de 2010, que apareció en Editorial Sudamericana.


¿Y de qué se trata La muerte del héroe, otro de sus recientes libros?
Es otra cosa, un ensayo filosófico literario. Me interesaba sacar este libro sobre todo porque, a raíz de lo que llamaría entre comillas la exposición político–mediática, parecería ser que uno nació con esa exposición, como si no hubiera un camino hecho con anterioridad, nada por debajo y a lo largo de la vida. Entonces, quise sacar este libro, esta suerte de itinerario crítico constituido por artículos que exploran el mundo borgeano, las lecturas de la infancia, la obra de Walter Benjamin y la amistad, y otros temas. Por eso, cuando hice el convenio con Planeta para publicar El litigio por la democracia, puse como condición que  se diera a conocer también este ensayo filosófico literario, que apareció en Ariel, un sello de aquella editorial.


¿Cómo evalúa la etapa que atravesamos, sobre todo después del triunfo de Cristina Fernández de Kirchner en las primaras de  agosto pasado?
Creo que podemos pensar en que se acaba de terminar una etapa. Hubo una primera etapa que se inaugura el 25 de mayo del 2003 y que termina el 11 de marzo de 2008. Porque el 11 de marzo del 2008, momento en que se vota la resolución 125, se abre una caja de Pandora que estaba más o menos cerrada en los años previos. Y se inaugura el conflicto del gobierno con una parte fundamental del poder económico-mediático argentino. Entre mayo del 2003 y marzo del 2008 hubo desarrollo de un proyecto, que enfrentaba un país desarticulado, que prácticamente había caído en el abismo. Ese proyecto es reconocido como el único que puede restablecer las condiciones de una cierta normalidad en la Argentina, y las corporaciones en gran medida dejan hacer. Ese pacto comienza a resquebrajarse hacia finales del 2006 y principios del 2007. Hay intentos de imponerle a Kirchner  una serie de premisas, incluso cuando se elige a Cristina como candidata. Allí ya se ve una idea clara de fijarle la agenda al próximo gobierno. La ruptura de ese acuerdo inicial se hace bien visible a partir de marzo de 2008, como dije.


Ni a tres meses de haber ganado las elecciones Cristina con casi un 46% de los votos.
Así es. De repente el país entra en un conflicto muy grave y el gobierno, que parece arrinconado, tiene que salir a defenderse. Los hechos evidenciaban que no era un conflicto que se ligaba pura y exclusivamente a un interés sectorial, sino que hundía sus raíces en las grandes contradicciones y conflictos de los tiempos democráticos argentinos, en el viejo y retrógrado hábito de las grandes corporaciones de limitar, cuestionar, chantajear y condicionar a los gobiernos democráticos. Cristina y también Néstor Kirchner tuvieron la cualidad de comprender eso: que no era simplemente una  lucha económica sino que se abría, básicamente, lo que podríamos llamar un litigio por el sentido del relato. Eduardo Mosca dijo en algún lugar que allí nació la evidencia de una capacidad y de una decisión del gobierno y distintos sectores de la sociedad de dar una lucha contracultural frente a un dispositivo que avanzaba de la mano de los grandes medios de comunicación y que parecía ganar gran parte de la opinión publica. El kirchnerismo y algunos sectores que surgieron en ese momento, entre ellos el de Carta Abierta, comenzaron a librar una disputa en torno al sentido del relato que estaba en juego en la sociedad, a la definición de qué país se quería y quiénes eran aquellos que se rebelaban en gran medida contra la institucionalidad democrática. Esa etapa fue fundamental porque implicó que también el kirchnerismo encontrase su propia definición, su propio lenguaje, su propia mística.


Se abre entonces un ciclo nuevo.
Se inaugura una época que parecía cerrada en la Argentina, que era la de la militancia, la de la participación. Desde el 2008 en adelante se empezó a notar la fuerte emergencia de distintos movimientos juveniles, el significado de Carta Abierta, el despliegue de una querella en el interior de los medios de comunicación y la estrategia de disputar el sentido a través, entre otras cosas, de habilitar el debate comunicacional en la Argentina, que terminó en la Ley de Servicios Audiovisuales. También surgió la decisión de doblar la apuesta en los momentos de  mucha dificultad, como la derrota en el Senado provocada por el voto de Julio Cleto Cobos o la derrota en las elecciones de junio de 2009. Esa decisión produce un efecto galvanizador. Son años donde se tomaron algunas decisiones estructurales decisivas para la Argentina tanto en un sentido económico como también cultural-simbólico. Y me parece que esa etapa se cierra en principio el 14 de agosto pasado con las elecciones primarias y se va a revalidar el revalidar el 23 de octubre.


¿Qué viene después de ese cierre?
Significa que estamos frente a una nueva etapa donde la consolidación de un proyecto queda en evidencia pero donde también, casi seguramente, crecerán las demandas allí donde el pasaje a lo político se ha dado fuertemente. Porque lo que se reconstituyó también en estos años fue la visibilidad de la política, que en los años noventa y hasta el 2003 estaba siempre vinculada al desfalco del país. Bueno, la recuperación del lenguaje político, la participación de la gente, hace más visible el crecimiento, seguramente exponencial, de las demandas de distintos sectores sociales, políticos, etc. Frente a eso y a un país económicamente estable y en crecimiento, que supo garantizar el salario, el consumo interno y por lo tanto supo dar cuenta a esas demandas, ahora se abre lo que algunos definen como la etapa de profundización. Pero, bueno, habrá que precisar los ejes sobre los que se realizará esa profundización, la brújula que orientará al gobierno y qué disputas se suscitarán. También qué alianzas se ahondarán y cuáles se debilitarán. Es todo un desafío pensar eso. Creo que hay algunas señales y hay que comenzar a indicar hacia donde van precisamente esas orientaciones.


¿Qué señales divisa usted?
Me parece que el concepto de profundización hay que mirarlo dentro de un tipo de discurso que viene desarrollando Cristina Kirchner y que gira en torno a la idea de igualdad. Hace tiempo que ella insiste en que es el momento de avanzar con mayor intensidad para darle contenido y fuerza a un concepto que había quedado olvidado, vaciado en los últimos decenios. Incluso, en un discurso en México que fue muy interesante, Cristina planteó que la generación de los libertadores habían realizado aquello que tiene que ver con el orden de la libertad, que la gesta emancipatoria había estado vinculada a la libertad. Y que, en esta etapa potente de América Latina, lo fundamental era ir por la igualdad. Una igualdad que puede ser leída desde diversas perspectivas. Una es una lectura que limita esa igualdad a los derechos, a la estructura formal en el  interior de un Estado que amplía esos derechos. Otra, que para mí es clave, es incorporar una dimensión que incluye la lucha directa contra es mal central del neoliberalismo que fue la profundización de la desigualdad. No se supera al modelo neoliberal disminuyendo solo los índices de indigencia o de pobreza. El conflicto real con el neoliberalismo pasa por distribuir más equitativamente la renta que producen las sociedades, porque uno de los efectos perversos de aquel modelo fue ensanchar la brecha entre ricos y pobres a extremos inauditos y disminuir la parte de los asalariados en el producto bruto interno. Pienso que este es el objetivo central, el norte. Hay que distribuir mejor la riqueza socialmente producida, lo cual incluye la riqueza cultural simbólica. O sea que hay cuatro, cinco núcleos centrales, eso está claro.


El neoliberalismo había desarrollado incluso en el nivel teórico la idea de que la democracia tiene como una suerte de mal necesario e inevitable esa desigualdad.
Ese fue el modelo paradójico que trajo para América Latina el proceso de recuperación de la democracia en los años ochenta. Sobre todo en el Cono Sur donde la alegría que suscitó volver a vivir bajo el Estado de Derecho y la valorización y el entendimiento de la importancia de su funcionamiento, vinieron atadas a este modelo de ahondamiento de la desigualdad. Casi treinta años de funcionamiento de la democracia en Argentina han generado una relación casi natural con las nuevas generaciones, y explican que para los jóvenes la democracia no sea, en gran medida, una interrogación, sino algo de su propia cotidianeidad. Pero, como digo, en el momento en que se recupera esa democracia en Argentina, Chile, Bolivia, Uruguay, se ingresa también a una etapa dominada en forma hegemónica por el capitalismo especulativo financiero de matriz neoliberal,  que aparte de anunciar el fin de la historia, la muerte de las ideologías, gira en torno a un proyecto económico que, al mismo tiempo que hace estragos en el mapa del trabajo, destruye industrialización en la Argentina y genera las condiciones de un crecimiento exponencial de la desigualdad. Nunca América Latina fue más desigual que a partir de los ochenta. Se convirtió en el continente más desigual del mundo, más aún que África. No más pobre, pero sí más desigual.


Mayor acumulación concentración de la riqueza de unos pocos y menos capacidad de participar en la distribución de las riquezas para muchos.
Los incontables de la historia pasan a ser no solo los excluidos y los seres más pobres de la tierra, sino que su participación en el PBI, a partir de la imposición del modelo a nivel global, disminuye exponencialmente. Esta es la lógica que a partir del nuevo siglo comienza a invertirse en muchos de nuestros países latinoamericanos. Y es desde ese momento que el núcleo del litigio, de la querella tiene que ver con el problema de la igualdad. Por eso me parece significativo e importante que en el discurso de Cristina aparezca con mucha fuerza el concepto de igualdad. Porque eso marca una notable diferencia con el discurso político de matriz neoliberal de la oposición, que es vacío y desguasado. En cambio, el discurso del kircherismo,  y particularmente el de Cristina, fue siempre un discurso en el que se ha insistido en los contenidos, no en esa vieja costumbre de quedarse en las frases vacías, que forman parte de una lógica estético-publicitaria. La intencionalidad política, la sustantividad del contenido discursivo, he ahí un punto que me parece decisivo y central.


La desigualdad comienza a cuestionarse de diversas maneras en América Latina.
Fíjese que interesante lo de Uruguay. Ese país fue un modelo para los medios hegemónicos hasta que a José “Pepe” Mujica se le ocurrió discutir y llevar al ámbito parlamentario la posible sanción de una ley de gravamen sobre la propiedad rural, según la cantidad de hectáreas y la no productividad. Acá se produjo un silencio sepulcral entre las corporaciones agrarias, por supuesto, porque este es un punto histórico en la Argentina, que tiene que ver con la renta agraria y con la propiedad de la tierra. En este país, por obvios motivos, prácticamente nunca se discutió el tema de la propiedad de la tierra. Es interesante, ojalá se pueda desarrollar antes de diciembre en el Congreso el debate sobre la ley que intenta regular el problema de la extranjerización de la tierra, porque es el primer paso para un debate todavía mucho más profundo respecto a las relaciones en el interior del mundo agrario, a la propiedad de la tierra, a lo que ha significado su concentración o el avance de la especulación financiera sobre la producción agraria. Bueno, esos son temas para el debate.


En su libro, Litigio por la democracia, usted dice que es necesario plantearse la discusión por el alcance semántico de lo que es realmente la democracia. ¿Podría explicarlo con más detalle?
Yo recuerdo en el libro una frase muy rica y provocadora, que piensa a la democracia como un proceso de permanente reinvención, la democracia no es algo dado, cristalizado, no es una estructura natural ni una esencia, sino una construcción y como tal tiene en su interior conflictos, querellas, maneras diversas de comprenderla. Y, al mismo tiempo, la democracia es ese ámbito en el que se pueden procesar justamente las contradicciones y los conflictos. Para mí el litigio originario, el que nos permite entender el camino de la democracia a lo largo del tiempo, tiene que ver con la igualdad. Los griegos tenían una categoría, una palabra que explica en parte esto: isogoría, que  era la libertad y la igualdad que cada uno de los miembros de la asamblea tenía para tomar la palabra. Esto significaba que no había diferencia entre el rico y el pobre, entre el gran retórico y el tartamudo, esta idea de lo isogórico como parte nuclear de la democracia supone que no hay democracia allí donde la desigualdad es fundamento de las relaciones entre los distintos sujetos que integran la sociedad. A la isogoría se le corresponde el otro término que es isonomia, que significa la equidistancia igualitaria del centro que tiene cada uno de los miembros de la asamblea.  Lo mismo: el rico no está más cerca del centro y por eso no tiene más derechos que el pobre. Entonces me parece que en el contexto de las democracias contemporáneas, y sobre todo de una democracia como la argentina, donde hemos aprendido a revalorizar el Estado de Derecho, después de la noche de la dictadura y la salida del horror, comprender que la democracia es una forma vital del existir no puede cerrar la percepción de otro rasgo fundamental que también enriquece la vida democrática. Ese rasgo es precisamente la posibilidad de avanzar sobre una  distribución mas igualitaria tanto de los bienes materiales como de los bienes cultural- simbólicos.


¿A eso se refería usted cuando hablaba de la batalla contracultural?
Así es y por eso le doy tanta importancia, en la recreación democrática, a esa batalla. Es decir, todo lo que significó el conflicto en torno a la resolución 25, que no fue ni se tomó únicamente como un conflicto económico, sino que puso en evidencia que había relatos distintos, que era un conflicto en torno a las palabras, a cómo se las pronuncia, a qué significan, a quién se apropia de tal o cual término, a qué  pasa con las tradiciones populares emancipatorias en un contexto como el nuestro. A eso se le agrega después lo que significó, por ejemplo, la recuperación del sistema jubilatorio. Uno podría leer esta medida pura y exclusivamente como una medida económica, y efectivamente fue una medida trascendente en términos económicos porque  permitió recuperar una masa de dinero clave para sostener un proyecto y un modelo económico en medio de lo que fue la crisis del 2008 y lo que sigue siendo la crisis del capitalismo central. Pero también supuso poner en discusión lo que había sido un sistema como el neoliberal a través de las famosas AFJP, que lo que hacían eran romper la estructura solidaria de la tradición jubilatoria argentina en una época como la de los noventa donde se privilegiaba la pura lógica individual, el sálvese quien pueda, la destrucción de los lazos de solidaridad entre los actores sociales. Entonces, esa recuperación tiene un lado económico, pero también otro cultural-simbólico. Otro tanto ocurre con la ley de servicios audiovisuales es lo mismo. Esta ley tiene una potencialidad democratizadora enorme porque se hace cargo de aquella isogoría griega, de la  necesidad de que la distribución de la palabra y de la imagen se haga de manera equitativa, igualitaria. Entonces, la intención, al menos de este libro, fue poner en evidencia que en estos años argentinos se volvió a darle intensidad a la escena pública, a lo público. Y que la democracia es algo que no está ahí intocable, natural como una lluvia, sino que es un espacio de conflictividad, de invenciones, de participación, de construcción de sujetos activos, en lo social y político, y que el núcleo del litigio sigue siendo la cuestión de la igualdad.


Recuerdo que la palabra contracultural la usaba bastante el ensayista francés George Steiner.
La palabra contracultural proviene de los años sesenta, cuando surgieron las grandes rebeliones juveniles y el joven se constituyó como sujeto que venía a confrontar con el modelo de la sociedad adulta, de la sociedad incluso del bienestar de la segunda posguerra. Contracultural significaba que se disputaba hegemonía, sentido, que incluso, se daba una disputa en el interior de la cotidianeidad, de la representación del mundo, de las formas de la corporalidad, del amor, de la sexualidad, de la música. Ese fue el  gran conflicto de los años sesenta que abarco desde el hippismo hasta Mayo del 68 o la experiencia del Che Chevara. Esa diversidad fue el núcleo de esa contracultura. Cuando uno dice contracultural en este momento lo que hace es señalar que, en una  época dominada por la trivialización, la banalización, la espectacularizacion mediática, la despolitización o la desideologización, la introducción en la escena pública del debate, de las problemáticas político-culturales, la recuperación incluso de matrices ideológicas que se habían extraviado, son en sí mismo un movimiento, una enorme ganancia para la sociedad. Y contracultural porque implica también una disputa hegemónica, implica también pelear por el sentido de las palabras.


Esa disputa además remarca la necesidad de librarla de modo permanente, porque la derecha no descansa nunca y cuando puede siempre conspira.
Cuando se publicó la primer Carta Abierta, que quizás fue la mas notable por el impacto que suscito, ahí surgió una frase feliz, aquello del estigma destituyente, que cambió la interpretación de lo que estaba sucediendo. Primero, porque Néstor Kirchner, con su agudeza para pensar lo político, la tomó inmediatamente, se dio cuenta efectivamente que esa palabra estaba abriendo o desvelando lo  que quedaba del todo claro, que no se trataba de un problema sectorial por un par de puntos más en las retenciones, sino que tenía que ver otra vez con el avance de las corporaciones, con esa conducta que habían tenido estos grupos en los últimos cincuenta años de condicionar y limitar la vida política argentina. De nuevo, era ese mecanismo a través del cual la presión de las corporaciones  terminaba en el repliegue de los distintos gobiernos democráticos, incluso de su expulsión por medio de  golpes militares, como había ocurrido en otros contextos, o de golpes de mercado como el que volteó a Alfonsín por ejemplo. Nosotros creíamos que la palabra golpe era una palabra excesiva, que remitía a otro contexto de la historia argentina y que, en cambio, la idea de la destitución estaba allí y reflejaba bien ese gesto conspirativo permanente, esa búsqueda de condicionar, de chantajear y de utilizar el rol de la corporación mediática para generar sentido común, opinión publica, para darle forma a representaciones de la realidad que se adecuaran a las necesidades de las propias corporaciones. Y también para vaciar las instituciones a fin de que pudieran ser utilizadas de acuerdo con las intencionalidades de los sectores que son portadores reales del poder. La persistencia de esos pequeños o grandes gestos conspirativos ha sido el núcleo de astucia por medio del cual se ha movido en gran medida el poder concentrado en la Argentina. Creo que lo notable de estos años y lo mas interesante que ha suscitado la experiencia del kirchenerismo es que, por primera vez después de 1955, un gobierno democrático puso en evidencia esto y lo convirtió en debate publico, rompió la monotonía de esa construcción hegemónica que parecía imposible de ser desgarrada.


Usted usa mucho la idea de desvelamiento
Sí, me gusta usarla porque me parece que es exacta en este caso. Los festejos del Bicentenario, por ejemplo, abrieron un velo que impedía que muchos argentinos leyesen la realidad de otro modo y creyeran que la realidad que estaban viendo era la que le presentaban los grandes medios de comunicación. La muerte de Néstor Kirchner también corrió el velo de esa construcción brutal que la corporación mediática había hecho de la propia figura del ex presidente. Y me parece que las elecciones primarias del 14 de agosto también constituyen un desvelamiento. Más del cincuenta por ciento de los argentinos reconocieron que algo fundamental viene sucediendo en estos últimos años. Por supuesto, esto implicó un camino complejo, arduo, porque ese debate tiene varios frentes: al mismo tiempo que es un debate  cultural-político e intelectual también se da en el orden de las acciones prácticas, en el orden de la cotidianeidad, en el día a día, de las decisiones económicas. Supuso todo un gesto, toda una estrategia que me parece muy interesante de recuperar y de revindicar.


Cuando habla de una izquierda arqueológica, ¿qué es lo que en general le achaca no entender? 
Para mí siempre la idea de izquierda estuvo asociada a la capacidad de comprender primero la complejidad del presente y las novedades también de cada época. Una izquierda fosilizada es una izquierda que sigue viendo el mundo como se podía ver en los años veinte o en los años treinta, que sigue pensando en paradigmas que han sido sacudidos por la historia. Que sigue anquilosada y capturada  por estructuras dogmáticas y que sigue pensando la sociedad y su forma de organizarse como si estuviéramos bajo las premisas de la segunda revolución industrial del siglo XIX y no termina de comprender las formas nuevas e inéditas de construcción de sentido común, de imaginarios culturales, la forma de circulación de los cuerpos, las transformaciones de los actores y de las propias clases sociales, las modificaciones  en el núcleo del propio capitalismo. Esto no significa que no estemos en el interior de una sociedad capitalista, que hayan desaparecido las clases sociales, y que la explotación haya dejado de regir, todo lo contrario. Es más, todo aquello que hizo nacer a la izquierda: la injusticia, la desigualdad, la violencia de los poseedores y de los poderosos, sigue a la orden del día y exacerbada. Por lo tanto, las motivaciones no solo no son menores, sino que han crecido. Pero me parece que hay una izquierda que no comprende que la sociedad es ardua, compleja, que la idea de la transparencia en la conducta de los actores sociales es una falacia, que lo absoluto y la política se llevan muy mal, que las transformaciones de la vida social, pero también de la vida individual, nos han llevado a un momento histórico en el que hay que repensar una enorme cantidad de categorías que nos permitían en otro contexto mas o menos descifrar de qué iba la historia. Que la tragedia de los socialismos reales, el hundimiento de la experiencia soviética y la disociación fundamental entre la experiencia de igualdad y la experiencia de la libertad, han generado la necesidad de nuevas reflexiones y la valorización de eso que revindico profundamente, que es la tradición. La lengua de la izquierda tiene que ser capaz de mirar sin concesiones su propio pasado, para poder seguir habitando del mejor modo posible esa tradición.


¿Y qué piensa de la lectura de los textos marxistas?
Sigo pensando que hoy más que nunca leer a Marx es un enorme  desafío, que leer a Mariáteguii en las condiciones del mundo latinoamericano sigue siendo importante. Tiene que ser capaz  también de entender que, a veces, en ciertos contextos históricos, lo que antes parecía que desafiaba el sistema hoy no lo desafía. Que, en cambio, en torno a un concepto como el populismo, por ejemplo, aparece un nivel de conflictividad que antes no tenía el del socialismo. Esto no significa que el populismo sea el punto del cierre de la historia ni sea el mejor de los mundos posibles, significa que hoy el populismo introduce un nivel de contradicción, de tensión de renovación, de desafío a la lógica del sistema, sobre todo al capitalismo neoliberal como ya no lo hace aquella izquierda que cree que es portadora de la pureza revolucionaria. Estaba pensando al escribir en esa izquierda, pero también en cierta izquierda que se dice a sí misma progresista, que quedó adherida a lo que es la colonización neoliberal de las conciencias. Hoy se ve claro en España, el socialismo español junto con el Partido Popular está tratando de impulsar una ley parlamentaria que es la médula de la ideología neoliberal, me refiero a la ley que impone cierto límite al déficit fiscal. Por supuesto que el socialismo español desde Felipe González en adelante ha sido funcional al neoliberalismo y el progresismo lo ha sido en la Argentina. Eso se vio muy claro en los noventa y se ve en lo que hoy queda de ese progresismo, es políticamente correcto, es “republicanamente” virtuoso, pero ha abandonado lo que llamaría el litigio por la igualdad, la disputa por el poder real, por lo social. Entonces pienso que hoy hay  que redefinir profundamente qué significa ser de izquierda, de qué modo la izquierda se junta  y confluye en un momento histórico sudamericano con lo que se ha llamado la tradición nacional y popular, ¿no?


Todo esto parecería que tiene que ver con una discusión más amplia.
Sin duda, esa discusión tiene que ver con lo que podríamos llamar la época de la revolución, con la condición trágica de las experiencias socialistas, con la necesidad de pensar muy aguda y complejamente el mundo conceptual que le dio forma a la tradición del socialismo, de las izquierdas, implica también pensar el propio capitalismo, su expansión, su capacidad de absorción y de reciclar incluso aquellas estructuras que venían a desafiarlo, ¿no? Entonces, de algún modo hay palabras que merecen ser  resemantizadas. Pienso que la palabra igualdad hay que resemantizarla, repensarla, expandirla, recuperarla y en gran medida reparar lo que con ella se hizo. De algún modo con la palabra y el concepto de izquierda también. Es fundamental pasarle a la historia un cepillo a contrapelo decía Walter Benjamin, agregando que todo acto de cultura es al mismo tiempo un documento de la barbarie. Él  lo pensaba en el contexto de su tiempo para dar cuenta de la ideología del progreso y básicamente de la expansión burguesa, pero después de las experiencias a lo largo del siglo  XX , de diversas revoluciones sociales, hoy también tenemos que pasar el cepillo a contrapelo a esas tradiciones. ¿Qué paso con la Unión Soviética? ¿Qué pasó con China? ¿Qué pasa con Cuba? ¿Qué pasó con los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo que en la mayoría de los casos terminaron construyendo sistemas impresentables de tiranos ominosos? Y etcétera, etcétera. No para fugar de las tradiciones igualitaristas y volvernos liberales porque  se trata de todo lo contrario, para ser capaces de poder poner en cuestión de una manera profunda y sistemática la tradición liberal burguesa, es también fundamental ser capaces de no huir a la responsabilidad crítica con respecto a la propia tradición.


¿Toda esa crítica pensando como objetivo en qué? ¿El socialismo o qué otra cosa?
La izquierda clásica fue teleológica, pensaba que la historia iba inexorablemente hacia una realización y esa realización asumía la forma del socialismo. Personalmente creo que vivimos en una época más frágil, donde lo que se ha quebrado en mil pedazos es esa idea de garantía, de intencionalidad, esa ley que subyacía supuestamente a la historia y que tarde o temprano se iba a cumplir. En mi opinión lo único que aparece como garantizado es la reproducción de la barbarie. Por eso es fundamental  interrumpirla, ponerla en cuestión, sin garantías de triunfo final. Aquella frase, entrañable por supuesto, de hasta la victoria siempre no asegura nada. La victoria no es una seguridad y el siempre parece ser una abstracción. Me parece que hoy estamos más dispuestos a trabajar sobre lo contingente, sobre la cotidianeidad, sobre el presente y no quedarnos en las postergaciones, en las miradas escatológicas de la historia, sino pensar la historia como un aquí y ahora, que desde luego, no implica solo quedar reducidos a una especie de puro instante  o de presente cerrado sobre sí mismo. No, se trata de encontrar aquello que potencialmente en el presente habilita la transformación, habilita el giro de la historia, de la misma manera que nuestra relación con el pasado no es una relación de tipo museológica o para contemplar lo ya acontecido, sino que el presente cada vez que gira hacia el pasado lo hace para incorporarlo, para actualizarlo, para discutirlo, para interpretarlo, y al hacer eso modifica el pasado y modifica su propia estructura.


¿Y respecto del futuro?
Lo mismo. Si el futuro es solo aquella utopía que esta allí como garantía ultima de que los buenos ganarán, y que cuando lleguemos a ese futuro vamos a ser felices, lo que terminamos condenando es la felicidad en la vida contemporánea, sin imaginar que la felicidad sea un absoluto realizable. Vivimos en el interior de sociedades que nos han mostrado, con una evidencia trágica, la complejidad de la condición humana. Ciertas izquierdas pecaron de infantilismo o esencializaron la dimensión bondadosa de lo  humano, perdiendo de vista que no existe el bien ni el mal, diría Spinoza, lo bueno o lo malo, y que eso tiene que ver con circunstancias concretas, históricas, modificables, con acciones de los sujetos involucrados en la propia vida histórica, que tiene que ver con el poder y con lo intrincado de las relaciones sociales y también de la estructura psíquica de los seres humanos. Entonces me parece que durante mucho tiempo esa izquierda dogmática, quedó prisionera de las grandes fórmulas, perdió de vista toda esta trama, decisiva, de la experiencia humana.


Se perdió de vista también la idea de que la historia es sorpresiva o, como decía Marx el azar es parte de ella, ¿no?
Ese es otro elemento para mí clave. Si en la historia lo que se da está articulado a una causalidad, estamos condenados. Si la historia es solamente una lógica de la evolución, una línea homogénea y vacía en términos de progreso histórico, la historia lo que parecer ir consumando es ese camino de la barbarie, la desigualdad, la violencia. En cambio, podemos pensar la historia de otra manera, teniendo en cuenta efectivamente como dijo Marx las condiciones materiales, aquello de que los hombres no se proponen aquello que no pueden resolver porque las condiciones históricas no le han planteado la posibilidad de resolverlo, frase absolutamente sostenible, pero también esa otra que afirma el propio Marx: lo hacen pero no lo saben. Esa idea de la historia girando, rompiendo lo que parecía inercialmente incorruptible, sorprendiendo, proponiendo esa dimensión inesperada del azar. Ahí tomo una concepción de Benjamin, que afirmaba que en la historia los momentos decisivos son los del dislocamiento, donde lo inesperado quiebra la continuidad. En el caso argentino, para ejemplificar, para mí hay algo de ese orden con la llegada al gobierno. Kirchner llega inesperadamente. Lo más lógico hubiera sido un Reutemann, un De la Sota, o incluso hubiera podido darse un balottage entre Menem y Lopez Murphy. La mayor parte de esta sociedad no sabía quién era Kirchner y de haberlo sabido se hubiera espantado, porque gran parte de la conciencia social dominante estaba totalmente atravesada por el modelo de los años noventa. Por la continuidad de la mirada neoliberal y menemista del mundo y de la realidad. Y que esa llegada de Kirchner rompe esa continuidad y lo hace de una manera anómala, discontinua, sorpresiva, e instala algo no imaginable el día anterior en la Argentina. Esto no significa que a Kirchner lo trajo la cigüeña, por supuesto había condiciones históricas, hubo un 2001, una crisis terminal del sistema neoliberal de los noventa, una crisis de representación, una caída en abismo de casi todas las instituciones y su deslegitimación en la Argentina, movimientos sociales, protestas. Pero, la llegada del Kirchner tiene algo del orden de lo inesperado, de lo que toma por sorpresa, de lo insólito en gran medida. Ahí, desde luego, hay que incorporar la voluntad, el riesgo, la audacia, la convicción, que viene a torcer un sentido de la historia contemporánea argentina que era un sentido de decadencia, de despolitización, de barbarización de la lengua política. Néstor Kirchner recupera varias cosas, recupera una relación distinta con el pasado, inicia la recuperación del mundo social, lo que supone abrir de nuevo la posibilidad de que aquellos que habían sido dañados profundamente en su vida material puedan nuevamente reinstituirse como sujetos de derecho pero también como sujetos políticos. Y también restituye la posibilidad de la política. Todo esto se da en el interior de algo que no estaba escrito que tuviera que suceder de esa manera. Por eso me gusta utilizar y resignificar en el contexto argentino esto que está en el pensamiento de Benjamin o que tiene que ver con esta mirada de la historia no en el sentido teleológico, de esa finalidad ya garantizada, sino que justamente, si la historia está viva, y no está muerta como decía el famoso Fukuyama, sigue teniendo capacidad de sorprender, de mutar y de romper.

                                                                                                           Alberto Catena
 

Foto: Ricardo Forster