Niños híperexigidos, un mal de época

Actualidad

Los chicos del siglo XXI crecen, en los mejores casos, rodeados de comodidades y artefactos tecnológicos, pero sufren en carne propia las consecuencias de una cultura que sobrevalora la eficacia y el rendimiento al punto de someterlos, muchas veces, a una hiperexigencia peligrosa.

La infancia, como concepto, es una construcción cultural, y relativamente reciente. A partir del siglo XX, podría decirse, los niños empezaron a ser considerados por la cultura de una manera diferente y la infancia y la adolescencia fueron definidas como etapas cargadas de significados específicos. Al juego, la dimensión lúdica, se le otorgaba, en este marco y con razón, una función central en la niñez. En los últimos años, sin embargo, la lógica productivista y el ritmo acelerado de la vida urbana, han ido moldeando un fenómeno preocupante: buena parte de los chicos de las clases medias y altas son víctimas de una presión nunca antes vista; viven a agenda completa, muchos cumplen dobles jornadas escolares –lo que suma cerca de ocho horas diarias-, y después cumplen con actividades de todo tipo o realizan deporte -fútbol, inglés, dentista, hockey, acrobacia-. Así va pasando el día, de obligación en obligación, de compromiso en compromiso, para llegar a sus casas extenuados a la hora de la cena para bañarse y hacer tareas. El fin de semana llega con más actividades y responsabilidades: el partido o el entrenamiento de fútbol, la muestra de circo o la función de teatro. En otras palabras, un exceso de estímulo que no resulta inocuo. Están, además, tan poco habituados a aburrirse o esperar, que cuando cuentan con tiempo libre, en lugar de disfrutarlo lo perciben como un vacío angustiante, que hay que llenar a cualquier costo.


Así como entre las ventajas más evidentes de ser niño en la actualidad podrían mencionarse las numerosas comodidades de las que gozan los chicos modernos -en materia de  alimentación, educación, moda y entretenimiento-, es cierto que, cada vez más, se los controla y sobrecarga, desde muy temprana edad, con actividades dirigidas, lo que los somete a rutinas fatigosas. Como además, en la mayoría de esas actividades, se mide su rendimiento con notas y de acuerdo a calendarios preestablecidos, muchas veces quedan descuidados dos factores: las posibilidades reales de cada niño, y los tiempos propios, los que cada chico necesita para hacer tal o cual proceso. Es así que el juego creativo, la posibilidad lúdica, también se ve reducida y relegada a un lugar de poca valoración, cuando, paradójicamente, es lo que le permite a los niños explorar sus deseos y desarrollar sus potenciales intereses o habilidades.


“Hoy día la presión por conseguir lo mejor de nuestro niños parece que consume todo el tiempo disponible”, definió Carl Honoré, escritor escocés, y autor de un famoso libro sobre el tema, titulado ‘Bajo presión: cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente’. “Como padres, sentimos el empeño de empujar, modelar y educar a nuestros hijos con un celo sobrehumano. Pensemos en la colección de DVD de Baby Einstein o en la de yoga para niños; en el último modelo de iPod; o en los GPS con dispositivo de localización para las mochilas; clases de ballet, de fútbol, de cerámica, de yoga, tenis, rugby, piano, yudo. Sentimos que fracasamos si nuestros hijos sufren de algún modo y no brillan como artistas, profesores o atletas”.
Pareciera que, antes que jugar y compartir, hoy lo importante es competir y ganar. Como consecuencia de este cambio, hay cada vez más niños con síndrome de hiperactividad, una clara señal de que hay, alrededor del mundo, millones de chicos sobre estimulados.


“El juego no sólo es un lenguaje que permite la creatividad y la elaboración de conflicto sino que es una auténtica necesidad que permite expresar y desarrollar la fantasía, lo que a su vez descarga tensión”, explica Graciela Kohen, médica y psicoanalista argentina especialista en niños y adolescentes. “Ese tiempo libre de ocio que precisa todo niño  es prioritario para el crecimiento saludable. Las agendas recargadas responden a una necesidad de los padres, no de los chicos. Son los padres los que temen que sus hijos no sepan desenvolverse en un futuro en un mundo cada vez más competitivo y, paradójicamente, someten a los chicos a una situación de estrés que los condiciona en todo sentido”.
La niñez, al parecer, ha dejado de ser lo que era –la etapa del juego, la curiosidad, las pausas- para acelerarse y ceder a la realidad de la sobreinformación, lo que muchas veces impide a los niños conectarse con sus propios deseos y talentos. Negarles ese derecho esencial, e introducirlos en la vorágine,  es, además de peligroso, poco efectivo: las estadísticas demuestran que estos chicos que van más rápido casi nunca son los mejores alumnos ni los más felices que el resto. Pero sí hay indicios de lo contrario. Acelerar los tiempos no vale la pena, ni desde el punto de vista psicológico ni desde el académico.


Algunos llaman a este afán desmedido por controlar al milímetro la educación de los niños "híper paternidad". Se define a su vez por el híper consumismo en el que son moldeados los chicos y porque sus padres ejercen sobre ellos una marcada sobreprotección.
En las escuelas, a menudo los sistemas de evaluación y el rendimiento expresado en notas cobra más importancia que el aprendizaje mismo. A nivel médico, los niños suelen ser sobre medicados, por supuestos problemas o déficits muchas veces asociados al hecho de que no responden a “eso que se espera de ellos”, antes que con patologías reales que dificulten su desarrollo.
Entre las indeseables consecuencias de la híper exigencia se cuentan, en el tope de las listas, la depresión infantil, los trastornos de ansiedad y de sueño, los problemas de aprendizaje, el malhumor reiterado, las enfermedades de la piel y la fatiga crónica.


Es muy frecuente también el liso y llano agotamiento de estos chicos y el descenso de variables como la curiosidad y el interés que manifiestan, acaso porque carecen del tiempo necesario para imaginar o explorar el mundo por su cuenta.
La buena noticia es que el tema empieza a ser materia de debate, en los medios, en las instituciones educativas y en las mismas casas.
Los colegios en los que preocupa el tema intentan poner un freno a la obsesión por los exámenes y reducen las tareas: se han dado cuenta de que los chicos reflexionan, estudian por sí mismos y aprenden mejor cuando son alentados a hacerlo por motus propio y pueden hacerlo a su propio ritmo. Finlandia, un ejemplo en cuanto a estándares educativos, respeta los tiempos de los chicos y lidera los rankings internacionales de calidad educativa: en los jardines se juega y se canta, y en la escuela primaria los chicos aprenden más a socializar que a “llenarse” de información. Esa deberá ser la tendencia en el resto del mundo.


“Tenemos que recuperar la idea de que una parte esencial de la salud infantil es que jueguen solos, sin metas y objetivos”, advierte Honoré. “Una buena idea para empezar sería dejarles una o dos horas al día entretenerse ellos mismos sin la ayuda de adultos o de computadoras. Aunque para conseguir los objetivos, los padres tienen que aprender a relajarse. Al mismo tiempo que permitimos que nuestros hijos se entreguen al consumismo, les protegemos entre algodones y les prevenimos ante riesgos que realmente les harían bien. Los padres despreciamos lo pequeño, lo simple, lo barato, y los niños lo que más necesitan es nuestra presencia, atención, que estemos y les permitamos jugar con libertad. Esta es una línea fácil de cruzar, si tomamos conciencia del problema”.

 

Síntomas físicos, motivos de alerta

Cómo reconocer a chicos estresados

•  Miedos nuevos o recurrentes (miedo a la oscuridad, a estar solos, a los extraños, etc.)
•  Preocupaciones.
•  Aferrarse al adulto y sentirse incapaz de perderlo de vista.
•  Enojo.
•  Regresión a comportamientos típicos de etapas anteriores del desarrollo.
•  Llanto y lloriqueo.
•  Incapacidad para controlar sus emociones.
•  Comportamiento agresivo.
•  Caprichos.
•  Oposición para participar en actividades familiares o escolares.
•  Molestias estomacales o dolor estomacal vago.
•  Pesadillas y problemas para dormir.
•  Dolor de cabeza.
•  Enuresis (mojar la cama).
•  Disminución del apetito o cambio de hábitos alimentarios.