Recreación, placer y desarrollo

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Base del aprendizaje infantil, la actividad lúdica vincula a los niños con el mundo, pero también para los adultos es fuente de bienestar y fomenta la creatividad y la empatía. El derecho a divertirse.

Laura vive en el barrio porteño de Villa Crespo. Es socióloga y madre de dos chicos de 8 y 10 años con los que juega al truco, al chinchón, al culo sucio, y a todas esas cosas que antes se aprendían de los abuelos y se jugaban en las tardes lluviosas en familia, y que, con el tiempo, se han ido perdiendo. «Jugar a las cartas era algo divertido, un espacio donde se encontraban los adultos y los chicos que ya no se ve», afirma con nostalgia esta mujer que, a los 43 años, conserva su espíritu lúdico intacto. Hace unos meses se sorprendió cuando su hijo de 5° grado llevó las cartas a su escuela y de los 30 compañeritos sólo dos sabían jugar al truco. «Todo ha cambiado. Los juegos de mesa ahora tienen referencias a personajes de la televisión. Por ejemplo, mis hijos y sus amigos juegan al Monopoly de Los Simpsons. En realidad, lo que más diferencia a mi generación de la de mis hijos es que los chicos pasan horas en la computadora, con juegos mucho más prefabricados en los que ellos no aportan mucho más que mover el joystick», señala. Claro que eso no quiere decir que no lo disfruten.


El juego, por naturaleza, se define como algo placentero, libre y espontáneo, y es tan antiguo como el hombre. Está presente desde que un niño nace, y tironea el pelo de su madre, chupa el sonajero o hunde las manos en la comida que hay en su plato. Es, como describió el influyente Jean Piaget, la primera actividad a través de la cual el ser humano lleva su vida durante los primeros años.


Por medio del juego, un niño observa e investiga todo lo relacionado con su entorno. Su primer «lenguaje» para comunicarse con el mundo constituye también la base de su aprendizaje físico (agarra, sujeta, trepa, corre, se balancea, etcétera), emocional (manifiesta sensaciones que muchas veces no puede expresar con palabras; adquiere confianza e independencia), social (se hace consciente de su ambiente cultural y de otras personas, con las cuales comparte, negocia, compite; y aprende a seguir reglas y a esperar turnos) e intelectual (desarrolla su creatividad, imaginación e inteligencia).
Reconocido como base fundamental para un desarrollo saludable («un niño que juega es un niño sano»), el juego (que es un derecho, consignado en el artículo 31 de la Convención sobre los Derechos del Niño) gana cada vez más espacio en las escuelas. También, entre las marcas de juguetes, que incorporan el valor didáctico a sus productos, diseñados de acuerdo con las diferentes etapas del desarrollo infantil y con una finalidad específica. Por lo visto, en un mundo orientado a la consecución de logros, la lógica tampoco escapa a los niños, aun cuando a veces se pierda de vista la importancia del carácter voluntario y divertido de la actividad lúdica. Por ejemplo, un nutrido programa de tareas extraescolares puede ser útil para potenciar tal o cual aptitud, pero también convertirse en una carga para chicos que, aparte de estudiar y hacer sus deberes, necesitan disponer de tiempo libre para estar en familia, jugar con sus hermanos o no hacer nada. ¿Qué lugar tendría que ocupar el juego en la «agenda» de un niño? «Siempre tendría que ocupar un lugar importante», responde la doctora Claudia Amburgo de Rabinovich, médica psicoanalista, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina y especialista en niños y adolescentes. «Más allá de la escuela, donde es cierto que se observa una educación cada vez más orientada hacia metas específicas, actualmente los padres no se hacen tiempo para jugar con sus hijos. Tienen a los chicos con los Ipod u otros aparatitos electrónicos. Tendrían que charlar con ellos, ocuparse más. En algunos casos, se trata de padres que son hijos de progenitores que a su vez no les dedicaron tiempo a ellos. No es bueno generalizar, pero vivimos en una sociedad donde cada cual está centrado en sí mismo».


Ocurre que el juego y la autoestima están muy relacionados. Y el ser humano, para desarrollarse adecuadamente, necesita de la presencia afectiva del otro. «Por eso es sustancial que los padres jueguen con los chicos. Si están con él y lo acarician, va a estar contento. La estimulación de los abuelos o los tíos también ayuda. En las vacaciones de invierno, yo les digo a las madres que no tienen que correr de un lado a otro: convertirse en mamá chofer. Basta con estar con el hijo y hacer algo juntos, ya sea llevarlos a las hamacas a la plaza o a andar en bicicleta», subraya la especialista.
Los juegos también pueden ofrecer información valiosa para que los padres sepan qué ocurre con sus niños, ya que jugando expresan deseos, fantasías, temores. «El juego hace activo lo que se sufre pasivamente. Sirve para elaborar traumas. Con los casos de maltrato en los jardines de infantes que se han difundido, una nena puede jugar a la maestra y gritarle a una muñeca o golpearla. Y está diciendo algo», ejemplifica Amburgo. «Otras veces puede repetir escenas de pérdida, diciendo, mientras juega “no, no, el perrito no lo pongas, porque se murió”».

 

Tiempo libre

Adam Blatner y Allee Bratner, autores del libro The art of play, sostienen que la base de la vida del hombre es su habilidad para amar, trabajar, jugar y pensar, y la relación que se forma entre estos 4 aspectos primordiales de su existencia. Y aunque en el mundo occidental, el juego sea visto como una «pérdida de tiempo» propia de la infancia, se trata de una necesidad a través de toda la vida, que refuerza el aprendizaje y la empatía. En la adultez, una de las formas «aceptables» que toma el juego es la actividad deportiva. Claro que, a menudo, en lugar de plantearse como una fuente de disfrute, va acompañada de una serie de expectativas y evaluaciones. Basta con preguntarse, por ejemplo, ¿cuánta gente asiste a un maratón por el mero hecho de divertirse? ¿Y cuánta por un afán competitivo? Hasta hace poco, en el mundo laboral, alguien que se tomaba las cosas con liviandad solía ser mal visto, como si fuera un irresponsable. No obstante, las miradas comienzan a cambiar. Presionadas por la competitividad del mercado (con la existencia de firmas que ofrecen a su personal no sólo capacitación sino también espacios para recrearse y combatir el estrés) y probablemente motivadas por estudios científicos que avalan la repercusión positiva de las actividades lúdicas en los trabajadores, tanto a nivel emocional como creativo, cada vez más empresas incluyen la recreación entre sus políticas.


El juego también es importante durante la tercera edad. Argentina figura como el tercer «país envejecido» en el ranking de Latinoamérica, detrás de Cuba y Uruguay. Esto significa, según estableció la ONU en 1956, que sus habitantes mayores de 65 años superan el 5% de la población total. Ya en 1995, cuatro millones de argentinos (13%) conformaban dicha categoría. Y de acuerdo con datos del Censo 2010, se estima que para 2050 uno de cada cinco superará los 64 años de edad.


«Jugar en esta etapa es estar disponible a recrearse, a rehacerse como sujeto. La vía del juego permite tener una nueva perspectiva de las cosas, tomar aire, oxigenarse, aceptar el reto de la vida», enumera Sergio Fajn, psicólogo clínico especialista en vejez.


En el país, la necesidad de recreación para la tercera edad se estableció como un derecho en el año 2000. Al respecto, Fajn señala: «Los viejos de hoy se lanzan a la búsqueda de satisfacción de necesidades materiales (vivienda, salud, etcétera) pero también de necesidades que antes no eran vistas como importantes: necesidades de participar, hablar, decidir, comprometerse, divertirse, recrearse, aprender e intervenir en grupos».


A través del juego, los ancianos también se enfrentan a situaciones que les son temidas, difíciles o desagradables, pero que se atreven a expresar en un espacio lúdico. «En las dramatizaciones teatrales, por ejemplo, juegan con lo que ya no pueden ser, hacer o tener, con las pérdidas, pero también con los anhelos, deseos y fantasías. Esto contribuye al trabajo de elaboración de duelos», explica Fajn.
Entre los principales beneficios que les reporta el juego se cuentan: seguir desarrollando la capacidad de imaginar (a través de la construcción de personajes o situaciones), ejercitar la memoria (y recuperar historias del pasado para saber quién se es hoy), volverse más flexibles (tanto corporalmente, mediante actividad física, como al enfrentarse a circunstancias imprevistas o a opiniones de sus pares) y modificar la propia imagen, ya que al encontrarse con otros, el adulto mayor abandona el aislamiento, la angustia, la autoexclusión o la depresión, y fortalece la autoestima. Afortunadamente, aunque la infancia pase, el juego no tiene edad.
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Francia Fernández

 

Columna
Contame un cuento
El artículo 31 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece que «los estados parte reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes».
Lamentablemente, la realidad que viven miles de niños argentinos no coincide con la expresión de este derecho, aprobado en 1989 y ratificado por la Constitución Nacional argentina, tras la reforma de 1994. Datos del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica Argentina señalan que a casi 3 de cada 10 niños menores de 5 años –edad clave para la estimulación emocional e intelectual– no les suelen leer cuentos ni narrar historias orales (lo cual llega al 46,5% en el estrato social más bajo). En la franja de los 5 a los 12, el 44,5% no acostumbra a compartir cuentos o historias orales en familia, mientras que el 33,8% no tiene libros infantiles en el hogar, y el 13% ni siquiera festeja su cumpleaños. Por último, según el informe, un 17,9% de los niños realiza algún tipo de trabajo (doméstico intensivo o en actividades económicas), mientras que en el caso de los adolescentes, el porcentaje alcanza el 34,2%.

Nota reproducción de Acción Digital, edición Nº 1144