Un ruido de pocos

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 “Ladran Sancho, señal que cabalgamos” es una frase que suele adjudicarse en forma incorrecta al libro Don Quijote de la Mancha, la mayor novela de Miguel de Cervantes Saavedra y de la literatura en lengua española. No obstante lo cual, y sin reparar en el equívoco, como suele pasar en muchos otros casos, esa expresión se ha instalado entre los refranes de uso común de la gente y es utilizada con frecuencia. Se aplica a quienes critican ruidosamente los actos de otras personas porque su eficacia les produce fastidio. De lo contrario, si se hicieran cosas sin trascendencia, esos críticos se callarían la boca.

Es una frase perfecta para aplicar a algunos de los sucesos ocurridos en los últimos días en la ciudad de Buenos Aires, incluidos minicacerolazos producidos en ciertos puntos clásicos de sus barrios más acomodados. Esos hechos son, ni más ni menos, que una reacción evidente ante determinadas medidas tomadas con toda justicia por este gobierno. Reacción que, alentada desde los medios hegemónicos, es fogoneada por los grupos de privilegio que se sienten a afectados por lo que se hace y arrastra en ocasiones a algunos pequeños sectores que, sin ser afectados en lo económico por esas medidas, se manifiestan en su contra solo por la influencia ideológica que sufren de aquellos grupos.

Una de esas decisiones es el reciente aumento del impuesto que se aplicará a los grandes propietarios de la tierra en la provincia bonaerense, cuyo enriquecimiento en los últimos años ha sido de proporciones siderales. Pero, aún así, y repitiendo una conducta que ha sido histórica en ellos, se niegan a pagar. El tributo, por otra parte, está dirigido al núcleo más concentrado del campo y no afecta a la mayoría de los otros sectores rurales. La creación de un sistema impositivo que recaude más entre los segmentos sociales que perciben mayores ganancias es una condición insoslayable en la estrategia de un país que pretenda ser más inclusivo.

La recuperación del control estatal sobre YPF, tan trascendente para la construcción de nuestra soberanía energética, ya había provocado igual irritación entre los reductos del neoliberalismo, pero el generalizado apoyo que recibió del conjunto de la sociedad hizo fracasar totalmente los tibios intentos por conservar el statuquo. También la aprobación en el Congreso bonaerense del nuevo impuesto llenó una vez más de ira a quienes se sintieron durante décadas y décadas dueños de la Nación y creyeron que no tenían ninguna  responsabilidad ante la sociedad en la que viven ni obligación de rendir cuenta alguna por las riquezas que han acumulado a expensas de la pobreza de los otros.

La actitud, como decimos, no es nueva. Ya ocurrió en octubre de 2008 con el intento de aplicación de la resolución 125, en un contexto donde las fuerzas movilizadas de la oposición eran mayores y habían logrado arrastrar a algunos sectores de las clases medias que suelen embanderarse con facilidad detrás de determinadas causas reaccionarias, sin conciencia de que ese apoyo, en muchos casos, propicia políticas que juegan en contra de sus verdaderos intereses.
Sin tener relación con el país real y con claros discursos desestabilizadotes, aparecen mínimos grupos de “caceroleros” habitantes de Barrio Norte de C.A.B.A. con la ridícula reivindicación de “libertad para comprar dólares” y añoranza de la “Dictadura militar” sin repercusión alguna en la conciencia en la mayoría de los argentinos.    
Pero que, atizadas por un formidable despliegue mediático (y no está de más recordar la urgencia de Clarín por mostrar disconformidad frente a la obligación que le planteó para diciembre la Corte Suprema de desguazar parte de su aparato monopólico en cumplimiento de la ley de medios), esas manifestaciones pretenden crear un clima de desconfianza y, sobre todo, intentan diseminar miedo sobre supuestos hechos catastróficos que podrían afectar a la Argentina debido a las medidas de gobierno y que, en realidad, no están a la vista.

Es todo lo contrario. Porque si, precisamente, el gobierno ha adoptado ciertas restricciones en la regulación del dólar es para defender la autonomía del país, su libertad de acción soberana frente a posibles coletazos que se pudiera producir como consecuencia de la fenomenal crisis  que afronta Europa. Los viejos partidarios del neoliberalismo, en cambio, quisieran producir una “corrida cambiaria” y una consecuente devaluación de nuestra moneda para engordar sus ganancias, como siempre ha sucedido, a costa del sacrificio de los más pobres o desprotegidos. En ese sentido, una devaluación, con el incremento inmediato que provocaría sobre los precios, permitiría a los sectores económicos más fuerte reapropiarse de los recursos que han perdido –sin empobrecerse desde luego- en la nueva distribución del ingreso nacional.

Por fortuna, esa posibilidad de provocar una devaluación no está al alcance de la capacidad política y social de esos grupos concentrados. Tal vez por eso lo irracional de estas protestas por un tema –la imposibilidad momentánea de comprar dólares- que en ningún otro país tiene relevancia. Incluso en países que, por su historia de inflaciones y devaluaciones, como Brasil, tendrían más motivo, en todo caso, para intentar, como se dice acá, de protegerse de eventuales caídas del valor de la moneda nacional. Lo irracional está marcado, demás, por la inusitada violencia que esos sectores minoritarios que salieron a la calle desataron contra trabajadores de prensa del programa 678, que cubrían las alternativas de la convocatoria. Un signo más de que la desesperación sin sentido, absurda, no encuentra palabras para expresar lo que siente.

En cualquier sociedad democrática existen conflictos, porque no se podrían aplicar planes de gobierno que cambien reglas injustas o envejecidos hábitos sociales sin generarlos. Pero, desde la recuperación de la democracia que nos permitió salir de la dictadura más feroz que sufrió la Argentina en su historia, hubo un pacto tácito en la sociedad –avalado legalmente por los juicios a los genocidas y  otras leyes- de que no se apelará más a la violencia para resolver las diferencias que se suscitan en su interior, privilegiando siempre los mecanismos democráticos y constitucionales.

Este es un pacto irrenunciable de la sociedad argentina y que todos debemos defender a rajatablas porque garantiza la continuidad de una cultura política esencial para nuestro futuro como país, que todos deseamos sea de una mejor y más equitativa convivencia. El derecho constitucional a la crítica, que cualquier puede ejercer cuando un gobierno no le gusta, y de hecho en este país se ejerce hasta el hartazgo, no puede cobijar el intento de vulnerar ese compromiso sagrado de no apelar a la violencia.
 

 

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