Corazón de titanio

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Corazón de titanio. Autor: Miguel Ángel Diani. Intérpretes: Julia Azar y Gabriel Nicola. Escenografía y vestuario: Eugenio Zanetti, Iván Salvioli y Cecilia Carini. Diseño de iluminación: Mariano Bruno. Música original: Luis Sticco. Dirección: Alejandra Galdame. Teatro del Pueblo. Domingos a las 20 horas. Duración: 60 minutos.

La universal bondad y entrega por sus hijos que se atribuye a las madres es un hecho que la literatura y la propia existencia de millones de personas han atestiguado a través de los siglos. En algunos casos llevando ese atributo al límite del estereotipo, como sucede en ciertas letras de tango y en otros terrenos del arte. Pero no todo es siempre magnanimidad o nobleza entre las progenitoras, hay también ejemplos de mujeres que se comportan frente a sus hijos con una conducta que está lejos de aquellos sentimientos de altruismo y desprendimiento. El caso de Lorenzo y Cristina, hijo y madre respectivamente de la obra Corazón de titanio, de Miguel Ángel Diani, constituye un vínculo de los que se podría encuadrar en la última vertiente. Y ese rasgo, que se percibe tempranamente, anuncia ya una impronta que define el tratamiento de la relación materno-filial desde un ángulo diferente al que es común o generalizado.

Cristina es una de esas madres que se las trae. Una mujer dominante y egocéntrica de 60 años, convencida siempre de su verdad. Una de esas señoras que no escucha a los demás, sino que procura hablar siempre de ella y de sus problemas y en lo posible ubicarse en el papel de víctima de los sucesos que relata. Alguien con un pasado oscuro y de muertes familiares dudosas, en las que podría haber tenido alguna participación. Lorenzo es un hombre de 35 años, aniñado y con una marcada inmadurez emocional, que por momentos lo coloca en un borde parecido al de una patología mental. Ha estado casado en otro tiempo pero su mujer, luego de serle muchas veces infiel, lo abandonó. Y su madre lo trata con aire despectivo y desvalorizando a cada rato sus opiniones, interrumpiendo hasta con brusquedad sus intentos de decir algo distinto a lo que ella propone o piensa.

Al comenzar la obra, en el libro original la madre lo espera sentada en un banco de plaza de un espacio muy arbolado. Puede ser el exterior de un hospital o de un asilo. En el texto no se define qué es y la escenografía ha evitado precisarlo también colocando en el lugar once estructuras bajas y de forma geométrica que arman un laberinto azul por el que se desplazan los actores. Zanetti, el escenógrafo, ha querido metaforizar con ellas, cuya parte superior sirve en ocasiones a uno u otro personaje para sentarse, los caminos sin salida de una relación afectiva que está seriamente dañada por años de desconexión y falta de ternura. Sobre una de esas estructuras está la madre al arrancar la obra aguardando con una caja que, a la manera de las muñecas rusas, contiene en su interior otras cajas más pequeñas. La mujer vuelve de incinerar los restos de su marido y padre de Lorenzo, pero no son sus cenizas las que trae en esa caja, aunque él al principio lo cree estimulado por la ambigüedad perversa de la madre.

Lo que sigue es un diálogo ácido y por momentos hiriente entre los dos personajes, donde la que lleva el lugar cantante y más feroz es siempre la madre. Ese intercambio servirá para ir desnudando el itinerario de esa relación y contar los distintos sucesos de la vida de esta mujer que decidió no cargar sobre su espalda el sobrepeso de un matrimonio poco feliz, pero al precio de olvidar a su hijo y abandonarlo en un colegio pupilo desde los seis años. Lo de las posibles incursiones de Cristina en la criminalidad -¿mató realmente al marido o su hermano?- están más bien sugeridas y se dejan libradas a la imaginación del espectador. Diani utiliza con inteligencia ese posible recorrido, un tanto a lo Lucrecia Borgia de la madre, no sabemos si producto de su fantasía o real, para hacer de la desmesura o lo siniestro mecanismos congénitos de la trama. Es la forma mediante la cual el humor negro, al igual que el absurdo, aleja de la verosimilitud al espectador, pero lo acerca a la verdad mediante una risa que es difícil que no genere reflexión. Y es en esa reflexión que el espectador puede captar, a pesar de lo exagerado –o gracias a ello-, la existencia de muchas marcas que se parecen a la realidad de todos los días, como si en ese rostro congestionado de lo que se ve fuera más fácil aun entrever los males que azotan a esa relación.

La estructura del diálogo, fluido y ocurrente, es otro acierto del texto y aporta continuas revelaciones que potencian el interés y la atención del público. Es un texto sólido. Es cierto que la dirección de Alejandra Galdame le ha dado a todo ese material una desenvoltura llena de vida, precisa, sin huecos que puedan interrumpir su ritmo sostenido. Es un trabajo que ha expandido sus virtudes, obrando además con mucho criterio en la marcación de los actores. En el caso de Julia Azar su composición no tiene fisuras, es muy rica en detalles y buen uso de los silencios, los gestos o la exactitud en la réplica. Gabriel Nicola la acompaña con buenos recursos. A lo largo de las funciones ha ido puliendo su personaje, haciéndolo cada vez más refinado en la definición de su estado entre aniñado y fronterizo. Hay que destacar también la buena calidad de la música de Luis Sticco.

                                                                                                            Alberto Catena

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