Crítica de teatro: El luto le sienta a Electra



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El luto le sienta a Electra. De Eugene O’Neill. Dirección: Robert Sturua. Traducción: Patricia Zangaro. Dramaturgia: Robert Sturua y Patricia Zangaro. Diseño de sonido: Ricardo Nikias, Matías Ferreyra y Mariano Iannello. Iluminación: Chango Monti. Vestuario: Renata Schussheim. Escenografía: Gabriel Caputo. Intérpretes: Pablo Brichta, Leonor Manso, Paola Krum, María Figueras, German Rodríguez, Héctor Bidonde, Nacho Gadano, Diego Velázquez y otros. Teatro San Martín. Duración: 110 minutos. 

El luto le sienta a Electra, del dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill, es una trilogía compuesta por los siguientes títulos: El regreso al hogar, Los acosados y Los poseídos. Y aborda la recreación, en una casa señorial de Nueva Inglaterra de 1865, en los Estados Unidos, de las vicisitudes que constituyen la sustancia básica de la famosa 
Orestíada de Sófocles, un tríptico trágico integrado por Agamenón, Las coéforas y Las euménides. En la versión escrita por Sturua y Zangaro las tres piezas se reducen a una sola con una duración de casi dos horas. En el trabajo de O’Neill, que ya había introducido cambios en el argumento de la Orestíada,  la acción transcurre en la casa de la familia Manon luego de la Guerra de Secesión (1861-1865). La adaptación en Argentina se desarrolla en una época sin fecha cierta, con el objeto de que pueda ubicarse en cualquier tiempo y lugar.  

   A diferencia de la obra de O´Neill, la versión argentina de El luto le sienta a Electra,  sale del mundo de los conflictos morales y psicológicos para sumergir la obra en una zona de violencia y ambición donde no hay lugar para la piedad ni la compasión. Muy  influenciada por las lecturas freudianas, el autor norteamericano trabajaba mucho su texto sobre el eje de la culpa. Sturua dice en el programa de mano, para justificar su adaptación, que con seguridad O’Neill no imaginaba en 1931, año del estreno de la obra, que dos años después en un país tan culto como Alemania llegaría al poder un sujeto como Hitler. Y que luego sobrevendría la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, Hiroshima, la Cortina de Hierro, los movimiento juveniles, la revolución sexual, la caída de la URSS, Internet y otros fenómenos de que la civilización, pese a sus avances tecnológicos, se ha orientado más hacia la barbarie que a la armonía.

     Con esa perspectiva como leiv motiv de su relectura, Sturua prefiere volcar la historia hacia un registro estético que él denomina tragifarsa, una manera de interpelar al público con una forma teatral que considera más efectiva, más relacionada con la posibilidad de una reflexión sobre la verdadera naturaleza de lo que sucede en escena y en el mundo de hoy. Es un método muy brechtiano, que el director georgiano cruza con un humor corrosivo, pero que tiene siempre una factura dramática impecable. Hay que advertir que alguna gente no se siente a gusto con ese registro y preferiría cierto naturalismo trágico que se adapta más al original. Pero, si el público es capaz de familiarizarse con él, podrá disfrutar de una puesta que en distintos aspectos es excepcional. En principio porque la obra se desarrolla con una dinámica electrizante, al servicio de la cual el director pone a disposición de la escena todos los recursos de que se vale el teatro, sean actorales, sonoros, visuales, espaciales o de otra naturaleza. Y así, mientras seduce al público con el interés de lo que ocurre en el escenario, al mismo tiempo lo estimula a reparar en sus contenidos, que nunca son débiles ni banales, sino que convocan a pensar.

    El uso de esos recursos es en todo momento virtuoso, pero es necesario señalar especialmente dos de ellos. En primer término la actuación. Sturua extrae de sus intérpretes hasta la última gota de valor de su capacidad histriónica. En algunos de ellos sus trabajos llegan a cotas altísimas, como es el caso de Leonor Manso, cuya madre (Cristina) puede utilizar todos los colores exigidos por Sturua y dar una verdadera lección sobre los contrastes que impone la tragifarsa. Cada pasaje donde ella interviene la escena se valoriza enormemente. También Brichta como el jardinero –en rigor un bufón que introduce Sturua para actuar como relator de la historia y comunicador de reflexiones o datos vitales de lo que pasa- encuentra un papel que le va como anillo al dedo, un rol al que puede enriquecer notablemente con la singular marca de su estro o inspiración artística.

     En todos los demás ejemplos las actuaciones siguen la línea de una marcación estricta y, con mayores o menores aciertos, son siempre satisfactorias, destacándose en especial la infalible experiencia escénica de Héctor Bidonde y la buena composición de Nacho Gadano. El segundo detalle al que nos referíamos, y no desvalorizo para nada con esta mención ni al marco escénico, ni al vestuario y mucho menos a la siempre sugerente luz del Chango Monti, que rinden a la altura de lo que el director necesita para la puesta, es la utilización del sonido. Sturua es uno de los directores que con mayor lucidez ha entendido la potencia de la música en la creación de climas y significados teatrales. En El luto le sienta a Electra ha vuelto a utilizar a su compositor preferido, el georgiano Giya Kanchelli, de quien toma fragmentos de sus obras, pero también acude a otros como Mozart, Edvard Grieg y algunos más. Ese renglón en sus montajes es muy cuidado y pleno de comentarios sensibles. 
                                                                                                                          A.C.

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