Crítica de teatro: El organito



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El organito. De Armando y Enrique Santos Discépolo. Dirección: Julio Baccaro. Elenco: Rubén Stella, Carolina Papaleo, María Ibarreta, Emilio Bardi, José Bella, Gustavo Pardi y Leo Martínez. Escenografía: Marcelo Valiente. Vestuario Aníbal Duarte. Sonido y musicalización: Hernán Campero y Mariano Iannelli. Duración: 80 minutos. Teatro de la Ribera. De jueves a sábado, 20 horas. Domingo, 19 horas.

Estrenada en 1925 en el Teatro El Nacional y escrita en colaboración con su hermano Enrique Santos, El organito es considerado el segundo grotesco de Armando Discépolo, luego de Mateo. A casi noventa años de su presentación, y no obstante lo mucho que ha cambiado este país en casi un siglo, sus conmovedoras advertencias sobre el daño que la miseria o la dura pobreza provocan en la vida y el espíritu de las personas continúan brillando como alertas rojas en nuestras conciencias.

El predominio del “cocoliche” en el  texto de esa obra, esa jerga entre el español y el italiano que utilizaban los inmigrantes venidos de la península, no debe llamar a engaño. El paisaje exterior del mundo ha cambiado radicalmente en un siglo, pero las heridas que corroen a sus sociedades no han cesado. La injusticia no se evaporó, tomó nuevas formas, a veces todavía más crueles, porque los bienes de la tierra han aumentado de manera casi mágica, pero la distribución de ellos es cada vez más inequitativa.

Tal vez no haya aparecido todavía el dramaturgo que, como Armando Discépolo en especial, refleje en el teatro la flamante realidad de otras inmigraciones que padecen  sufrimientos similares, tal vez distintos en algún aspecto, a los de sus pares de inicios del siglo XX en la Argentina. Ahora, en muchos casos, el suyo se llama trabajo esclavo o “en negro”, o precariedad en las condiciones de contratación, pero no carecen, como aquellos ejemplos del pasado, de signos de miseria o de hacinamiento parecidos.
La lucha por la existencia sigue siendo ardua para muchos y los Saverio que deforman su alma con tal de sobrevivir –y no solo entre las clases pobres- abundan. De modo que enfrentarnos una vez más con un clásico como éste, amargo y desolador, sigue siendo una verdadera lección de humanidad para los que todavía pueden oír o ver sin que las palabras o imágenes les resbalen por el cuerpo. El organito ha sido representado muchas veces en Buenos Aires desde su estreno en 1925.

El propio Teatro San Martín ofreció una versión de la pieza en 1980 con dirección de Santángelo y Fernando Labat en un gran trabajo en el papel protagónico. Esta nueva recreación que ofrece el Complejo Teatral de Buenos Aires bajo la batuta del talentoso director Julio Baccaro, no le va en zaga a aquella. Su estrategia frente al libro fue la más indicada para un clásico como Discépolo al que es muy complicado “aggiornarlo”. Y esa estrategia fue respetar al máximo el texto, con algunas leves y mínimas “peinadas” en alguna expresión para tornarlo más fluido al oído del espectador y a la elocución del intérprete.

Gracias a esa escrupulosidad, el texto habla por sí mismo con la misma demoledora eficacia que tuvo desde que fue escrito. Es interesante comprobar que esa jerga híbrida entre castellano e italiano que es el “cocoliche”, tan de moda por entonces y hoy no, en ningún momento impide el entendimiento. Desde luego, la puesta triunfa, sobre todo, porque todos los actores del elenco, incitados por el director a bucear en las palabras, cumplen con entrega y eficacia sus roles. Un Discépolo sin actores adecuados no se puede ver. Los jóvenes derrochan  frescura en su composición, en especial Carolina Papaleo que, aunque tiene algunos años más que su Florinda, luce bien en su juvenil personaje. 

Lo mismo todos los demás. En especial María Ibarreta en su Anyulina, silenciosa pero no desatenta testigo del drama familiar, y Rubén Stella como Saverio, en el mejor de sus últimos trabajos. No hay ningún papel desperdiciado y eso se agradece. Es, en otro aspecto, muy imponente y elogiable la escenografía, que, con el fin de actualizar la obra, ubica las escenas bajo unos inmensos puentes y no en la ruinosa cochera que señala el original. Es vestuario también es cuidado e incluso respeta un detalle que el autor señala especialmente en el texto: hace usar aros al protagonista para remarcar su sed de riqueza.

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