El viento escribe

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El viento escribe. De Enrique Papatino. Dirección: Enrique Dacal. Intérpretes: Víctor Hugo Vieyra, Marcelo Nacci y Manuel Longueira. Escenografía y vestuario: Julieta Capece. Asistencia de dirección: Paula Colombo. Teatro Payró. Viernes a las 20,30 horas.

“Nadie es engañado si no desea fuertemente ser engañado”, le dice un personaje denominado el Heraldo a otro identificado como el Director en la obra El viento escribe. Que es lo mismo que afirmar que quien acepta sin escrutinio una afirmación que tiene visos de ser una mentira, lo hace porque encuentra en ella algo que afirma o satisface un deseo personal profundo, acaso una intensa ambición, una aspiración de reconocimiento, vaya a saber uno qué. Con este concepto como eje, pero diseminándolo hacia otras reflexiones, igualmente ricas, ligadas al tema, el autor de ese texto, Enrique Papatino, construye una atrayente historia en torno a tres personajes que, analizada con detenimiento, bien podría ilustrar algunos rasgos de las conductas de adhesión política, próximas a lo irracional, que hoy vive la sociedad argentina. Y no porque Papatino se haya propuesto cumplir ese objetivo tan puntual al escribir su pieza –ni siquiera sabemos en qué año fue escrita para afirmar eso, aunque sí que fue publicada por Eudeba en el tomo dos de sus obras en 2017-, pero al morder con sabiduría el núcleo de un fenómeno filosófico tan expandido a lo largo de la historia, como es el de la verdad o la mentira, obviamente, logra provocar efectos de asociación inmediata con la actualidad. Eso sin perder vuelo ni perder la oportunidad de que sus meditaciones, o la de los personajes, se conviertan también en disquisiciones estéticas sobre los presupuestos indispensables que diferencian como punto de partida al análisis de las ciencias de los que son propios del arte, siempre tan interesantes y dignas de ser abordadas.
 
El libro encara la relación de un profesor coleccionistas de cartas de grandes figuras históricas con un mensajero de otro colega que debe venderlas para poder sobrevivir. Éste último, identificado en la obra como el Heraldo, le provee material que, de ser auténtico, sería realmente precioso. Pero nunca revela el nombre de quien es su fuente proveedora. Una supuesta carta de octubre de 1805 en la que Napoleón Bonaparte lo conmina al almirante Nelson a que se rinda para evitar una derrota catastrófica (sin embargo pocas horas el marino inglés vencerá al francés en la batalla de Trafalgar); una correspondencia entre Corneille con el satánico cardenal Richelieu, considerado el santo patrocinador de las letras en su país, en la que se revela que la idea de la creación de la Academia Francesa no fue del último sino del dramaturgo; y finalmente un intercambio epistolar entre el filósofo y matemático francés Blaise Pascal con el joven físico y filósofo inglés Isaac Newton, donde queda claro, al parecer, que fue el primero en proporcionarle, poco antes de morir, los primeros vislumbres de la teoría de la gravitación universal al que era por entonces un bisoño científico procedente de Woolsthorpe. Ante la posibilidad de apoderarse de esa información, que podría modificar de manera radical la atribución que la Historia ha hecho de ese descubrimiento desde el siglo XVII, y poseído ya por un deseo arrollador de robustecer esa probabilidad, el Profesor acosa al mensajero y le pide que investigue y encuentre más cartas que ratifiquen o fortalezcan su creencia, a esta altura rayana en el delirio. Ni por un instante, el Profesor duda de que el Heraldo puede estar estafándolo. O lo sabe, pero su deseo de confirmar esa nueva autoría del descubrimiento es tan fuerte, por todo lo que puede significar para su prestigio personal, que avanza hacia adelante como un animal ciego.

Hasta aquí la síntesis de este relato, ambicioso en sus propósitos, pero que Papatino resuelve con destreza, tal vez llevando la conducta del Profesor hasta un punto tan extremo que se toca con la locura, que es el pozo donde se diluye toda responsabilidad. Cosa que no ocurre en el fanatismo o el dogmatismo acérrimo, donde el propiciador de ciertas posturas tiene plena conciencia de lo que hace. El personaje de la obra, en cambio, termina con sus huesos entre rejas en un estado de absoluta fragilidad mental. Ha sido destruido por el otro, pero sumido en las tinieblas ya no parece tener discernimiento. O el que tiene es tan indescifrable que nadie lo entiende. En otro encierro similar, el Heraldo ha caído también preso y en un intercambio verbal con el Director se muestra orgulloso de haber falsificado las cartas, porque al hacerlo ha sentido que reescribía la historia y podía ser el mismo aquellos personajes en nombre de los cuales actuaba. Una suerte de paralela confesión de parte del autor, pensamos, sobre el instante de extraordinaria cercanía que la fantasía del arte –al traicionar la realidad- puede ofrecer al intérprete, sea éste un escritor o un actor, al reencarnarse transitoriamente en el personaje evocado. Instante del que hay que siempre volver porque quedar pegado a él precipita también en la locura.

El texto mencionado, como muchos otros del autor, está muy bien escrito y aporta diálogos filosos e inteligentes, que trasuntan mucho conocimiento de los temas investigados y vuelo imaginativo. Es, como dice el dramaturgo Daniel Dalmaroni en el prólogo al tomo dos de las obras escénicas de Enrique Papatino, bella literatura y da gusto leerlo, sin perder por eso nada de su potencialidad teatral. Claro que un texto así requiere también, para produzca en el escenario un placer simétrico al que produce cuando se lo lee, una actuación de gran porte. Los actores convocados por Enrique Dacal, director de excelente paladar para detectar buenos textos, son profesionales con probados antecedentes, buenas voces y claras dicciones para abordar diálogos que exigen al máximo esas virtudes. Pero sus composiciones, en nuestra opinión, no alcanzan la profundidad necesaria para alcanzar a conmover al espectador, a un nivel que supere la mera comprensión de la historia. Víctor Hugo Vieyra construye un Director demasiado exterior y con poca permeabilidad a las dudas, a alguna vacilación. Convence solo cuando se enoja, en el encontronazo con el Maestro. Marcelo Nacci por su parte navega con poca soltura e insuficiente poder de mutación por las distintas y cambiantes facetas o estados por los que debe ir transitando el personaje hasta llegar a su estado final. Y Manuel Longueira no logra darle atractivo interpretativo al personaje del Heraldo en ninguna de las dos formas en que lo caracteriza. 

Tal vez esta sea la impresión provocada por una mirada anclada solo en la segunda función y que, como ocurre con infinidad de montajes, el transcurso de las representaciones permita a los actores ir puliendo sus puntos más flojos, extrayendo más resonancias de sus personajes. El espectáculo tiene como dijimos elementos valorables, incluido un buen trabajo con las luces y una escenografía escueta pero eficaz, y nadie se retirará de la sala protestando por lo que ha visto, es más, es posible que muchos disfruten de él, pero es posible también que a alguien, como le ocurrió a este comentarista, le haya parecido que podría habérsele sacado más jugo al traslado teatral de esta historia, tan disparadora de problemáticas que hoy vivimos con toda intensidad.
    
                                                                                                                A.C.

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