La farsa de los ausentes

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La farsa de los ausentes. Obra basada en El desierto entra en la ciudad, de Roberto Arlt, en versión escrita y dirigida por Pompeyo Audivert. Escenografía: Norberto Laino. Vestuario: Julio Suárez. Iluminación: Félix Monti, Magdalena Ripa Alsina. Música original: Claudio Peña. Intérpretes: Daniel Fanego, Carlos Kaspar, Mosquito Sancineto, Andrés Mangone, Roberto Carnaghi y otros. Sala Martín Coronado del Teatro San Martín. Duración: 120 minutos.

Roberto Arlt tenía 42 años cuando murió y estaba en ese momento trabajando su última pieza de teatro, El desierto entra en la ciudad, que quedó incompleta. O mejor dicho, con un borrador, que es el que se publica diez años después de su fallecimiento, y que el autor sin duda habría sometido a revisiones, a algunas transformaciones. El creador de El juguete rabioso venía ya desde 1932 dedicándose en forma fervorosa al teatro, al que había entregado ya títulos como 300 millones, La fiesta del hierro, África, Saverio, el cruel y La isla desierta. En ese tiempo, Leónidas Barletta, desde el escenario del Teatro del Pueblo, había hecho un llamado a los autores a emprender un camino renovador para el teatro, que abriera nuevas opciones a la etapa de predominio del sainete, que consideraba superada. 

      Arlt fue uno de los que con más entusiasmo respondió a ese desafío y comenzó a escribir teatro de modo absorbente, al punto que dejó de escribir novelas y cuentos, esos géneros de la narrativa mediante los cuales creó uno de los universos poéticos más potentes de la literatura argentina de todos los tiempos. ¿Hizo bien en hacerlo? Nadie lo sabe, pero esa fue su decisión. Lo cierto es que el teatro de Arlt no tuvo una gran repercusión ante el público. Pero sus planteos fueron renovadores y en parte se anticiparon a algunas novedades que vendrían luego con las vanguardia de los cincuenta y sesenta en Francia. Era un teatro lleno de simbolismos y de difícil aceptación para espectadores  más acostumbrados a obras que, con excepción de las de Armando Discépolo y algunos otros autores, apelaban a una sátira de pinceladas gruesas y cercanas a un naturalismo más bien burdo.

      En el caso de El desierto entra en la ciudad es claro que ese mundo de personajes desmesurados tiene bastante que ver con el de Los siete locos. Su hija, Mirta Arlt, en un prólogo que escribió para la publicación de la obra, decía que una sola frase de la pieza bastaba para revelar la presencia de ese mundo en el libro teatral. Y citaba enseguida la frase: “Pienso que si la angustia de los hombres pudiese trocar en metal precioso las ciudades estarían pavimentadas de oro y amuralladas de oro hasta la misma cúpula del cielo.”. Y enseguida agregaba Mirta Arlt: “Teatralmente el texto nos enfrenta una vez más con el lenguaje de la farsa dramática: seres amarionetados, procedimiento del teatro dentro del teatro, el improntus, la crueldad. César es un personaje sumido en la locura denominada cesárea, lo cual implica la realización plena y arbitraria de sus caprichos. Para su diversión urde teatralidades y juegos tiránicamente desalmados que rebotan imprevistamente sobre él mismo y lo enfrentan con la muerte y el sinsentido último de las cosas.” Incluso esa suerte de santón que es César se lo vincula en varias ocasiones con Calígula, criatura creada por la pluma de Albert Camus dos años antes que el César de Arlt.

       La versión de Pompeyo Audivert pilotea sobre distintas variantes que le sugiere el propio texto y que le permiten algunas licencias entendibles. La primera es cierta “posición beckettiana” de la obra. “No quedan claro quiénes son los personajes, dónde están ni que están haciendo, aunque hay ciertas referencias históricas que los conectan con nuestra realidad. Pero nada es preciso. Hay cierta ambigüedad poética que se mantiene en ciertos planteos existenciales, en las identidades y hasta en la geografía. Eso me resultó muy curioso, muy atractivo. Arlt desarrolla una operación dramatúrgica muy moderna”, dice Audivert. El adaptador y director afirmó también que se encontró con unas escenas del primer acto muy sólidas que resultaron ser una base importante para construir su versión.

       Por último, Audivert comentó que el teatro es una máquina de sondeo de la identidad metafísica. “Más allá de las obras –precisó-, en el fondo estamos viendo un hecho vinculado a la reencarnación y a una operación maquínica que indaga en esa sospecha existencial de ya haber sido, de estar reencarnando nuevamente en otras máscaras, de pertenecer a una identidad sagrada que queda desvirtuada en el frente histórico. El teatro, de algún modo, sería la zona o el lugar al que uno va a recuperar algo de esa identidad que presiente tener más allá de lo que dice el documento de identidad o los libros de historia, hablando ya en términos colectivos.”

        Sin duda, el director, al hablar de la reencarnación permanente de lo mismo en otras máscaras, lo que señala es cierta tendencia ontológica del país, del ser social argentino, a repetir conductas similares bajo disfraces distintos. Y, en ese sentido, apunta a lo que convierte en pregunta en el programa de mano: “Y en ese trance, ¿no estaremos siendo abducidos por una mecánica histórica siniestra a unos quehaceres absurdos, a una farsa que nos ausenta de nuestra verdadera identidad, de nuestro sentido de ser en este mundo?” Todo eso está en el universo arltiano y en la permanente paranoia o sensación de pesadilla de ciertos seres (como lo son algunos de los que habitan El desierto entra en la ciudad) de estar siendo sometidos a una ilusión narcotizadora, que los transforma en una suerte de títeres. En una charla que mantuvo con Roberto Arlt, un marxista de su época le comentó que en realidad lo que él estaba tratando de reflejar en esa atmósfera abyecta y sórdida de sus novelas no era otra cosa que la lucha de clases.

       Hoy otro pensador le diría hoy lo mismo en otros términos. Le comentaría que eso que se refleja en sus obras –aunque no sólo eso- son los avatares de la condición humana sometida a la alienación permanente por un sistema que destroza las almas y los cuerpos, que solo piensa en acumular riquezas a costa del dolor ajeno. Mirta Arlt decía precisamente que muchos de los diálogos de El desierto entra en la ciudad mostraban eso: un poderoso sarcasmo a una sociedad que condenaba al hombre a ser esclavo de la dictadura del dinero. En una operación muy inteligente y teatral, Pompeyo Audivert cambia algunos itinerarios de la obra y compone algunas escenas que son una contundente metáfora teatral de la actualidad.

     No hay dudas que la más fuerte es el cambio del intento de resurrección de su prima María, en el que César falla exhibiéndose como un farsante, por el de un bebé muerto que, sumergido en unas aguas sagradas, resucita metamorfoseado como una criatura monstruosa que pregona la aparición de un diario. A buen entendedor, no se necesita más para captar a qué factores, sobre todo de orden comunicacional, se refiere el texto para señalar los canales por los que hoy se destila el veneno alienador, deshumanizador, destinado a las personas de la sociedad de estos días. Es uno de los múltiples aciertos de la versión. Pero hay otros más.

      El armado escenográfico de Norberto Laino es realmente atractivo, sobre todo en toda la primera parte donde expone esa suerte de palacio en ruinas, mezcla de decadencia atroz y antiguo esplendor. En el segundo tramo, no es necesario apelar a tantos recursos para encarnar el desierto, salvo la escena del vergel donde se resucita al niño, que está muy bien resuelta. La misma excelencia puede notarse en la iluminación. En cuanto a elenco, todos los actores, en especial los que tienen personajes de mayor responsabilidad, logran darle dimensión a sus composiciones, ese grado de locura sin el cual no se lo podría identificar como una constelación arltiana. En ese aspecto, otra vez se nota la mano diestra de Pompeyo Audivert en el manejo del elenco y de las situaciones escénicas. Un espectáculo digno de verse.

                                                                                  A.C.

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