Los martes, orquídeas

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Los martes, orquídeas. Libro de Jorge Maestro sobre el argumento cinematográfico de Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari. Dirección: Lía Jelín. Dirección musical y música original: Martín Bianchedi. Coreografía: Lucía Sanles. Diseño de escenografía: María Oswald. Diseño de vestuario: Daniela Taiana. Iluminación: Matías Canony y Mario Gómez. Intérpretes: Mario Pasik, Graciela Pal, Felipe Colombo, Candela Vetrano, Adriana Asturzzi, Florencia Cappiello, Agustina Cerviño, Matías Strafe y Santiago Otero Ramos. Teatro 25 de Mayo.

Los martes orquídeas es una película argentina que se estrenó en 1941 –lo hizo un 4 de junio hace 77 años- bajo la dirección de Francisco Mugica y con un elenco muy destacado de conocidos actores y actrices en el participaba, en su primer papel estelar y haciendo de una jovencita quinceañera, Mirtha Legrand. El estreno aquel año de ese largometraje, que inauguró para el cine argentino toda una serie de las por entonces llamadas comedias blancas, fue un éxito rotundo de público y quedó durante años en la memoria popular. Vendido el argumento a Hollywood allí se hizo una remake que se tituló Bailando nace el amor y otra en México denominada Una joven de 16 años. A cincuenta años del estreno en Buenos Aires, el autor Carlos Lozano Dana dio a conocer una adaptación teatral del film en el centro porteño. Y ahora, a principios de junio pasado, se dio a conocer en el teatro 25 de Mayo, en Villa Urquiza, una versión con texto de Jorge Maestro y dirección de Lía Jelín, que es acompañada con mucho entusiasmo por los espectadores.

La obra ofrece la pintura de la familia de un empresario exitoso, Saturnino Acuña, que se ha enriquecido durante la segunda guerra mundial con la exportación de sardinas en lata. Este hombre, dedicado plenamente a sus negocios y pragmático en sus decisiones, es además esposo fiel y padre amoroso de cuatro mujeres de distinta edad, la mayor de las cuales, Julia, se casa en el comienzo de la película de Mugica. La menor de ellas es Elenita, una quinceañera soñadora y embelesada por el amor romántico, mientras que las otras dos, son Malena y Clarita, mayores que la anterior y más realistas y desenvueltas en cuestiones sentimentales. El tema es que el padre, preocupado por la actitud retraída y la tristeza frecuente de Elenita por la ausencia de un amor como el que imagina, no se le ocurre mejor idea que inventarle la existencia un supuesto candidato que le envía orquídeas todos los martes.

Obviamente, es el propio padre el que le envía las flores. Pero, en uno de esos días en que la florería no le puede enviar las orquídeas con su cadete, Acuña acude a un joven que ha llegado a su empresa a buscar trabajo y, al confundirlo con un empleado suyo que no conoce, lo manda a que entregue personalmente el recado. Y al verlo, la niña queda prendada con él. La averiguación posterior de que ese muchacho trabaja con su padre –o al menos eso parece cuando un día irrumpe en la oficina de su progenitor y los ve charlar acaloradamente- y le pide le pide que lo invite a una fiesta en la casa, porque según ella él es Efraín, su ideal imaginario. Y a partir de allí comenzarán a desarrollarse una serie de enredos y situaciones equívocas que, tanto en la película como en esta versión, son genuinamente graciosas y ganan rápidamente la empatía del público. El final, como corresponde a una obra de esta naturaleza, será totalmente feliz y los enamorados podrán sortear todos los obstáculos que parecían interponerse en su camino.

Cuando se ve una obra de este tipo, es difícil no pensar en aquel poema de Raúl González Tuñón que decía: “Eche veinte centavos en la ranura, y vea la vida color de rosa.” Y eso es lo que, en un propósito que nunca oculta, esta comedia pretende: mostrar un episodio de la vida de una familia donde los conflictos se resuelven con gracia y humor y sin grandes dificultades, gracias a la primacía que el amor instituye por sobre cualquier otro factor. ¿El planteo es ingenuo? Sin duda, la existencia de la mayor parte de los seres humanos es más ardua y difícil que la del empresario Saturnino Acuña, que, por otra parte, no tiene problemas económicos de ninguna naturaleza y no pasa necesidades. Y tampoco encuentra escollos, de orden psicológico diríamos, que compliquen las cosas en la vida de sus hijas. Pero eso la gente que va al teatro lo sabe. No hay que subestimar esa circunstancia. Le basta atravesar el umbral del teatro para encontrarse con la realidad de todos los días –y la de argentina es más que ilustrativa- para comprobarlo. Pero ha pasado un grato momento en la sala encontrándose con sentimientos que son genuinos en todas las épocas y que está bien reivindicarlos o reencontrarlos, aunque en el caso de comedias de este tenor se lo lo haga desde planteos dramáticos sencillos, pero que nunca son ramplones. Por eso se trata de una buena comedia. Porque también las hay de las malas, como siempre ha sucedido.

Esta pieza tiene dos ejes universales que pueden encontrarse, más allá de ciertas variantes propias de cada época, tanto en el tiempo en que se escribió el guion de la película como ahora: uno es el estado de inquietud –ligado al deseo de protección- que siente cualquier padre verdadero frente a la posibilidad de que un hijo o hija no sea feliz. Lo segundo, es la desorientación y decaimiento que algunos adolescentes sufren frente al fracaso amoroso o el rechazo, dos coyunturas las últimas a las que todos podemos enfrentarnos en cualquier edad, pero que gracias a la experiencia a veces solemos tolerar más en la adultez. No siempre, claro. Es posible que sea en este nudo afectivo entre padre e hija el elemento más tierno y humano de esta comedia y aquel sobre el que el libro original –y también la recreación de Maestro- han sabido desarrollar con sabiduría los hechos para llegar al corazón del público, unido a una clara destreza para nadar, como peces en el agua, en las alternativas de humor, pequeñas intrigas y equívocos que se transitan en la comedia.

Más allá de esos sentimientos que la historia provoque en el espectador, hay también en la comedia algunas señales dentro de la obra que podrían ser material de una reflexión desde un punto de vista más sociológico o histórico, si bien –y fuera de la natural y tibia nostalgia que se sabe una visita al pasado provoca en los mayores o los que han tenido cierta cercanía con ese tiempo- no creemos que haya estado en el propósito deliberado de provocar en los responsables de la puesta. Pero están allí. Lozano Dana, en un reportaje que le hicieron cuando hizo su transcripción teatral hace casi tres décadas, dijo que la obra era una comedia brillante –en lo cual tenía absoluta razón- y que reflejaba “la Argentina que fue y que todos queremos que sea, encantadora”, acotación a la que es más difícil adherir. La Argentina en la que se filma la película es la que viene de la década infame y está plagada de marginaciones y conflictos laborales que mostraban una sociedad ya en crisis. Las obras del grotesco escritas por Armando Discépolo tienen origen algunos años antes de la película. La última de sus piezas, en ese género tan desgarrado de lo que fue la inmigración, es Relojero, de 1937. Por eso, una cosa es reivindicar el derecho de la comedia a proporcionar un momento de diversión y hasta “evasión” si se quiere al espectador. Eso es absolutamente legítimo, se hace de tiempos inmemoriales y lo exige un público que es vasto. Y mucho más legítimo es ese derecho cuando se lo concreta con instrumentos teatrales genuinos. Otra, en cambio, es sospechar que lo que se reflejaba en esas comedias era la realidad de todo el país. Ese criterio es, más que ingenuo, falso en lo histórico, aun cuando en muchos segmentos sociales, sobre todo en las clases medias, se notara por entonces -y la obra a su manera lo muestra- esa tendencia a aceptar la movilidad social que exhibía el país y que ahora se torna cada vez más difícil por la orientación de las clases dominantes a regresar a los esquemas de estratificación social que imperaban en la Argentina oligárquica.

La versión de Maestro ha tenido en cuenta al elaborar su nuevo texto la necesidad de una síntesis en la peripecia en procura de una mayor teatralidad. De eso modo, la cuarta hermana, Silvia, que en la película era Zully Moreno, solo es evocada. No aparece en ningún momento, del mismo modo que su marido. Otro cambio es con Elena, la secretaria. En el film ese puesto lo desempeñaba con el mismo nombre la mujer de una pareja de amigos de los Acuña. En esta adaptación Elena es una joven que trabaja con el empresario y en vez de estar casada tiene novio, aunque no está bien con él. Hay también un mayordomo que toca el piano y una escenografía que transmite, con sus balcones a un jardín y su amplio y coqueto living que comunica por escaleras a las habitaciones de arriba, el estilo de época y cierta opulencia. El elenco es muy eficaz. Las chicas son todas muy frescas y expresivas, en especial Candela Vetrano en el papel de Elenita. Mario Pasik, que debió suplantar con celeridad a Rodolfo Ranni ante un accidente que éste sufrió en un pie, compone un padre muy tierno y con mucho aplomo escénico a pesar de que esa era su primera o segunda función. Graciela Pal vuelve a brillar como comediante. Y Felipe Colombo como Cipriano da un tipo muy entrador y pícaro, finalmente tocado por el aguijón del amor.

                                                                                                                                              A.C.

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